martes, 12 de abril de 2011

LAS FIGURINAS FEMENINAS DE LAS SOCIEDADES PREHISPANICAS



NOTAS PARA UNA INDAGACIÓN ICONOGRÁFICA

En la base de toda iconografía subyacen interpretaciones del mundo mediadoras, entre las formas particulares de la conciencia social y la base material en la que está inscrito todo trabajo humano.

Nuestro interés por conocer la compleja constelación de relaciones que se da al interior de las sociedades que representan la figura femenina de lo que hasta hoy llamamos “Arte Prehispánico Venezolano”, nos llevan a discutir sobre ciertas precisiones conceptuales.

En primer lugar, debemos descartar que entendemos lo estético como forma de relación de los hombres con sus producciones materiales y que éstas varían de acuerdo con las convenciones de la cultura y necesariamente, con el grado de desarrollo histórico de las sociedades.

Lo estético, a diferencia de lo artístico, puede entenderse como un conjunto de derivaciones sensitivas las cuales no establecen formulaciones intencionales de realización. De esta manera, no todas las producciones estéticas son necesariamente artísticas ya que, el arte propiamente dicho, corresponde a un momento determinado de la historia de occidente. En el caso que nos ocupa, una indagación sobre la iconografía femenina prehispánica, estaremos apuntando hacia fenómenos fundamentalmente estéticos.

Si bien lo específico de lo estético es lo sensorial y lo sensible, que se expresa a veces en formas de consumo directas y no verbalizables, también es cierto que dichas manifestaciones se materializan en objetos cuya significación debe ser entendida en el marco de la cultura que los produce, como particularidades fenomenológicas y singulares, cuyo carácter explicativo de procesos sociales no tiene relevancia como se ha querido ver sino que, por el contrario, hay que conocer en primera instancia el desarrollo histórico de las sociedades para luego discurrir sobre dimensiones formales que permitan ampliar el contexto de dicha significación.

Panovsky ha definido la iconografía como “la rama de la historia del arte que se ocupa del asunto o significación en contraposición a la forma” (Panovsky, E., 1979: 45). Señala que para interpretar los hechos iconográficos es necesario conocer las fuentes literarias de donde se nutren; evidentemente su proposición se refiere al arte occidental. En este sentido, Alcina Franch amplía el concepto de iconografía refiriéndose a los condicionantes de la cultura en la que se produce el  hecho artístico. Para su estudio propone un modelo analítico que se inicia por un “reconocimiento pre-iconográfico de la realidad artística observable, de manera tal que tales elementos fácticos o expresivos queden plenamente demostrados. Sobre esta base y contando con las fuentes literarias o artísticas, se pasaría a una descripción temática y culturalista profunda, de manera que la descripción quedase perfectamente inscrita en un contexto cultural depurado. Finalmente, sobre ambos peldaños bien consolidados, se podría pasar a una interpretación o explicación iconológica” (Alcina Franch, J., 1982: 219).

A tal fin Alcina elabora el siguiente esquema:



NIVEL

ANTROPOLOGÍA

CRITICA DE ARTE
Explicativo
Etnología
Iconología
Descripción
Etnografía
Iconografía
Observación
Trabajo de campo
Pre-iconografía



(Alcina, op. Cit: 219)

Conocemos la dificultad de encontrar instrumentos metodológicos que nos permitan analizar los hechos estéticos, sobre todo los de las sociedades sin historia escrita, tanto antiguas como del presente. Las proposiciones clásicas ya de la iconografía, a pesar de ser ésta una rama sumamente nueva de la historia del arte, resultan difíciles de aplicar en la vía de encontrar interpretaciones verosímiles a la complejidad morfológica y significativa de las figuraciones femeninas prehispánicas, ya que éstas apelan a un bagaje de interpretación “dudoso” como es la “intuición sintética” o la “familiaridad con las tendencias esenciales de la mente humana”, pues consideramos que tales “tendencias” aluden a principios universales de la conciencia que a nuestro modo de ver son atemporales y ahistóricos.

El modelo propuesto por Alcina Franch, nos acerca a una cuestión que hemos planteado anteriormente, como es una posible lectura antropológica del arte, sistematizando dicha lectura a partir de la incorporación al estudio de la historia del arte, del instrumental analítico de la Antropología cultural.

Otra precisión importante en la vía de una indagación sobre la significación de las figuraciones femeninas y su inscripción en la cultura, sería decir que entendemos por cultura en un sentido antropológico: “toda aquella acción material, intelectual y espiritual que el hombre realiza y que lo distingue, por medio de esta labor creativa y creador, del resto de las especies del reino animal al cual pertenece”; en tal sentido, la cultura tiene dos aspectos en tanto que expresión fenoménica, “uno estático o sincrónico, desde el cual se abordan las peculiaridades culturales en un momento histórico y uno dinámico o día sincrónico que la explica como proceso dialéctico” (Sanoja, M., comunic. Person.).





Siguiendo el modelo analítico antes mencionado, el nivel de observación estaría dado por una descripción “pseudoformal”, cuyo bagaje para la interpretación debería surgir de la experiencia sensible que deviene de la observación de tales figurinas, a partir de la cual entraríamos en el segundo nivel que es el iconográfico propiamente dicho.

Para una indagación a este nivel, proponemos, en primera instancia, establecer las determinantes de la forma y, en segunda instancia, una revisión de fuentes escritas y orales, que en nuestro caso, serían tanto etnográficas como etnohistóricas con sus subsecuentes comparaciones. La aproximación sensible a las figuraciones no amerita mayor explicación pues nos hemos familiarizado por distintas vías con lo que normalmente se ha dado en llamar las “Venus Prehispánicas”. Estas figurinas, a primer vista, parecieran tener elementos comunes: sin embargo, una segunda mirada nos llevará a buscar las conexiones entre sus elementos formales, sus constantes y sus variaciones.

La determinación formal que presentamos, es fundamentalmente plástica; ella se aleja en gran medida de los análisis formales y técnicos  de la arqueología, pues nuestro interés va dirigido a reconocer el objeto en tanto que imagen o icono y la posibilidad de relacionarlo con los contextos culturales en los cuales se ubica.



LAS DETERMINACIONES DE LA FORMA

Sabemos que desde el Paleolítico la figura femenina ha sido representada por diversas sociedades de cuya antigüedad conocemos que, a partir del Perigordense –aproximadamente 25.000 años antes de Cristo- se produjeron figuraciones femeninas, desde la Europa Central, hasta lo que hoy se conoce como Unión Soviética. Estas figurinas, a diferencia de las representaciones de animales, parecieron orientarse dentro de un sistema de representación figurativa.

Leroi-Gourham, ha evidenciado la existencia de un canon figurativo en la vía de encontrar la evolución de la forma de las figuraciones femeninas del paleolítico superior, desarrollando los elementos constitutivos de la estatuaria en general y definiendo relaciones entre diferentes partes del cuerpo. El autor ha establecido un sistema de “intervalos isométricos” a partir de la figura de Lespuge, Konesky, Dolni, Vestonice y Laussel. (Fig. 53).

En lo que se refiere a las figurinas antropomorfas venezolanas podemos decir que fueron realizadas en arcilla algunas macizas y otras huecas, hechas por el método del enrollado y el modelado, que consiste en la superposición de rodetes de arcilla que, alisados posteriormente, constituyeron los cuerpos cilíndricos sobre los cuales se ensamblaron las cabezas modeladas previamente.


El aspecto de las figurinas es fundamentalmente tridimensional y la organización de su estructura se orienta hacia un canon de representación figurativo. Es posible conocer que dichas figuraciones son mujeres de pie o sentadas sobre piernas, dentro de lo que podríamos llamar una composición figurativa, con elementos simbólicos que puedan ser interpretados en función de un sistema de claves de representación regional. (Fig. 54).

Estas imágenes desnudas, en su organización formal, permiten reconocer la simetría bilateral si trazamos un eje ortogonal, en sentido vertical, de manera que éste corte la figura pasando por la nariz, la boca, el ombligo y el pubis, ella no sufre desviación en ningún sentido.

Otro elemento importante, en el establecimiento de la organización estructural de dichas figuraciones, es la perspectiva cuya proyección, en un eje horizontal, evidencia que todos sus elementos se disponen de manera frontal, pero sin llegar a perder sus cualidades laterales o posteriores; creemos que se puede hablar en este caso de “esculturas” de bulto redondo.

La ley de la frontalidad no se aplica totalmente en muchas de estas figurinas, pues carecen de “rigidez arcaica”; por el contrario, parecieran evidenciar una búsqueda consciente de movimiento que se expresa en ciertos rasgos como son: la separación de las piernas, la sutil colocación de los brazos, que son filetes de arcilla aplicados los cuales se separan del cuerpo equilibrando la estructura con el peso de los volúmenes de las piernas. Los brazos, cuya concepción parece careció de importancia, son expresados en forma raquítica y sin detalles anatómicos, siendo esto sumamente desproporcionados en relación con otras partes del cuerpo en las cuales se pone mayor énfasis.

El ritmo parece estar orientado por los intervalos métricos indicados en el cuello, las caderas, el pubis y los tobillos. Estos ritmos se aprecian con claridad cuando se observa la figura de perfil, por las repeticiones cromáticas de volúmenes que acentúan las deformaciones características de dichas figurinas como son: la hipertrofia de la cabeza, el abultamiento de la región abdominal, el marcado desarrollo de la zona glútea o esteatopigia y en algunos casos la atrofia de los pies.

A partir de un análisis formal de las variaciones regional (lámina), creemos posible deducir la existencia de dos esquemas estructurales que podríamos llamar “genéricos”; uno para figuras de pie y otro para figuras sedentes, cuyos principios geométricos parecen repetirse, de lo cual concluimos la existencia de normas convencionales de representación que se establecieron como cánones estéticos y no como realizaciones del azar o de sensibilidad formal. Es posible que los individuos que produjeran las figurinas femeninas, se ajustaran a un sistema proporcional y relacional de la representación de sus formas. A partir de lo cual debemos precisar que entendemos los cánones estéticos como modelos culturales.


El hombre aprende las formas y sus significados en tanto que representación, en su práctica social. La imitación o mimesis es un fenómeno importante de la actividad estética. Esta posibilidad de aprender, tanto de los modelos naturales como de los otros hombres en la práctica social además de plantear un problema fisiológico en la medida de discutir sobre las impresiones sensibles de la realidad visual, plantea un problema a nuestro modo de ver, de índole epistemológica como es el de conocer cómo la imagen producida se comporta en la conciencia.

Felipe Bate ha expresado “… se prenden los modelos tradicionales que se objetivan en los productos del trabajo, por la abstracción de las características comunes en el reflejo de objetos similares que se han visto fabricar o que se han percibido repetidamente como realidades concretas sensibles”. (Bate, L. F., 1978: 33).

Los hombres asimismo, poseen una capacidad particular del proceso de abstracción que les permite separar distintas propiedades de la realidad. Esto plantea que a nivel de la percepción tenga lugar, en la captación de la realidad, un proceso de selección de lo esencial y lo no esencial de dicha realidad.

Esta “recomposición sintética”, permite al hombre reformular la realidad creando imágenes nuevas, en las cuales se inscribe también su creatividad individual. Estas representaciones femeninas y sus cánones son formas culturales que expresan, de manera singular, las relaciones dialécticas de los distintos aspectos de la práctica social. En este sentido, lo estético o mejor dicho las estéticas, son particulares al grupo humano que las formula y son, asimismo, aprendidas y transmitidas, no heredadas genéticamente de manera natural o como fenómeno propio de la “condición humana”.

Los recursos plásticos de las figuraciones que no se inscriben en lo estrictamente estructural y que varían, de acuerdo a las zonas geográficas son generalmente diversos. Los tocados se representan a partir de la aplicación de elementos de arcilla sumamente elaborados en términos de incisiones y punteados que forman grecas de diseños geométricos en una extraordinaria repetición rítmica. En algunos casos los ojos en forma de “grano de café”, muy abultados y fuera de toda proporción de lo real, parecieran representar una deformación secundaria producida por la deformación craneana. Estos ojos pueden aparecer surcados por filetes de arcilla aplicados e incisos a manera de cejas. La nariz modelada prominentemente puede presentar narigueras hechas también de elementos de arcilla aplicados e incisos; la boca se expresa por medio de pequeñas incisiones horizontales o se modela a manera de los ojos “granos de café”.

Los lóbulos de las orejas cuando aparecen son generalmente deformados, presentando pequeños volúmenes que sobresalen y, en algunos casos, poseen perforaciones. Otros elementos que se pueden apreciar a manera de ornato, son ls bandas incisas con diseños geométricos, a la altura de las mejillas, que generalmente tienen una expresión inflada.  La cabeza, por razones de frontalidad, no tiene mayor movimiento y aparece pegada a la estructura circular del cuerpo. De esta manera el cuello desaparece dejando sólo en ciertos casos la división marcada del collar,

En fin, la combinación de elementos decorativos es sumamente heterogénea; representa narigueras, orejeras, o determina juegos rítmicos de elementos geométricos que, a manera de adorno, se expresan en collares hechos a partir de líneas de puntos que se cruzan con pequeñas rayas, de manera diversa, desarrollándose triángulos, rombos y paralelas.

El sexo, modelado y aplicado en algunos casos con total realismo sobre el triángulo púbico, al igual que el espesor de la región abdominal, alude a la gravidez; sin embargo, no se trata de personajes obesos como parecieran ser las “Venus” de la prehistoria europea; por el contrario, son mujeres esbeltas, de pie o en cuclillas que es una posición de parto.

Las piernas de las figurinas de algunas zonas del país presentan una deformación que se expresa en un abultamiento muy particular, reseñado en las descripciones de los cronistas. Los pies se atrofian a manera de muñones y pequeñas incisiones, denotan la presencia de los dedos; en otros casos, éstos desaparecen por completo dejando sólo una base plana que garantiza la estabilidad de la figura.

En líneas generales, encontramos que existe muy poca economía conceptual en el ornato que enfatiza la elaboración de los detalles minuciosos del tocado, los peinados, los adornos corporales: collares, narigueras, orejeras, etc., cuyas soluciones formales son muy interesantes y apuntan a lo que hemos interpretado como constantes de la representación. Las constantes que se dan a nivel estructural podríamos resumirlas diciendo que se caracterizan por: la frontalidad, una búsqueda intencional de movimiento, simetría bilateral y encuadre rectangular, determinado a partir de elementos que sobresalen, y cierta distribución geométrica triangular.

La decoración pintada es frecuente; hecha a partir de la combinación de elementos geométricos muy variados, hace que la distribución de los focos de interés se orienten hacia algunas zonas de los cuerpos redondos, sensuales, que sirven de fondo a líneas onduladas que se entrelazan en una repetición rítmica de elementos gráficos.

Los colores, de cuya pigmentación original sabemos, porque se han mantenido en el tiempo, son generalmente el rojo, el negro y el blanco, en diversas combinaciones.

La pintura corporal, sobre todo en las figurinas del área de los Andes, recupera en gran medida el esquematismo estructural y la falta de expresión de las imágenes. A medida que las representaciones femeninas se alejan de las regiones andinas, adquieren mayor riqueza en la descripción de los rasgos expresivos del rostro, como sucede con las mujeres de “ojos llorantes” encontradas en el cementerio de Quibor o con las figurinas de Tierra de los Indios, también del Valle de Quibor, cuyas caritas mantienen una expresión sonriente.

Hemos dicho que la representación femenina se conoce desde el Perigordense, aproximadamente 25.000 años a.C.; la dispersión geográfica de dichas figuraciones es muy extensa, no sólo en el Viejo Mundo sino también en América. Se encuentran figuraciones femeninas desde Arkansas, pasando por México, Centro América, Las Antillas, Colombia, Venezuela hasta Argentina; sin embargo, no conocemos de la existencia de una cadena cronológica completa, que nos permita ubicarlas en el tiempo.

En el caso de Venezuela donde la representación femenina abarca distintas zonas del país –desde los Andes hasta el Bajo Orinoco- (mapa) tampoco tenemos una cronología completa.




LAS FUENTES ESCRITAS

Hemos dicho al principio que para una indagación de los hechos estéticos en sociedades sin historia escrita, es necesario contar con fuentes tanto etnohistóricas como etnográficas, pues muchas de ellas nos refieren descripciones sobre los usos y costumbres que creemos necesarias en la vía de interpretar los problemas que nos plantea la representación iconográfica. Uno de los elementos que desde el punto de vista formal, nos parece interesante indagar y que se refiere al esquema estructural antes señalado, son las distintas deformaciones que expresa la figuración.

A partir de las crónicas y del registro arqueológico, sabemos que estas sociedades tuvieron por costumbre deformarse la cabeza mediante la aplicación de presiones hechas a los individuos desde pequeños.

Humboldt alude dichas deformaciones de la siguiente manea: “la tendencia que tienen esos pueblos de atribuir la idea de hermosura a todo cuanto caracteriza la fisonomía nacional (…) si nacen con la frente poco convexa, con una cabeza chata, buscan cómo deprimir la frente de los niños…. (Humboldt, 1956, Tomo 3: 286-291).

En lo referente a las deformaciones de los lóbulos de las orejas, Gilij señala que los indios “…horadan las orejas de manera que da espanto verlas (…) El agujero que hacen en ellas desde pequeños es tal que puede caber dentro un hueso bien grueso, y bastaría esto para hacerlos muy deformes” (Gilij, F., 1965, Tomo II: 61).


Es posible que tales horadaciones se hicieran para usar orejeras y pendientes de diversos tamaños. Crevaux observó el uso de “palitos de caña de aproximadamente 19 cm. de cuyo extremo libre salen tres trenzas de algodón azul, cada una de ellas con una bellota blanca” (Crevaux, 1883: 478). Asimismo, tanto Simpson en 1940 como Koch Grumberg en 1911-13, para sólo indicar dos autores, han descrito de manera particular múltiples elementos del ornato.

En cuanto a las deformaciones de las piernas, éstas fueron observadas en las primeras crónicas que se tienen de Indias, incluso en las ilustraciones de viajeros y grabados antiguos aparecen dibujos de las indias presentando dichas deformaciones. Fray ramón Bueno dice, entre otros, acerca de las mujeres indias “…tenían mucha presunción en que las pantorrillas manifestaran un grosor más de lo regular, y para tal efecto desde la tierna edad en que lactan, hacen de su tejido muy tupido en lo más delgado de la pierna y otro más arriba de la pantorrilla, quedando alrededor de los extremos una ala como un sombrero…” (Bueno, F. R., 1933: 61).

En verdad el uso de las ligaduras para retener la circulación y producir un engrosamiento de las piernas por la deformación varicosa, fue atribuido por los cronistas como un principio de belleza.

Los cronistas se refieren a los adornos corporales como amuletos con un carácter, además de decorativo, con una intención mágico-religiosa, usados generalmente como protección. Describen en detalle collares de diversas cuentas, sartas para brazos y piernas, agujas para horadar los labios, fajas de cintura, quiteros, guayucos y pinturas corporales.

En virtud de la poca información objetiva sobre la imagen de las mujeres que habitaron nuestro territorio en la época prehispánica, las notas etnohistóricas y las comparaciones etnográficas nos parecen útiles pero no concluyentes en la vía de hacer un estudio concreto y objetivo de su significación. Un estudio morfológico puede evidenciar datos referidos a la tecnología y, eventualmente, a las formas de la representación cuyos rasgos pueden ser más o menos variables.

Entendemos estas figuraciones dentro de una extraordinaria complejidad morfológica, por tanto, creemos legítimas tales comparaciones, las cuales deben ser hechas salvando las distancias tanto cronológicas como culturales, pues sabemos los riesgos y la aventura de las analogías lineales. Sin embargo, un análisis morfológico preciso, es un elemento importante para la comprensión de los hechos estéticos. Este tipo de información ha sido generalmente entendido como accesoria. Sin embargo, en ella es posible encontrar elementos que recuerdan la decoración y el ornato, de las sociedades antiguas.

Hemos dicho al principio que los hechos estéticos no son categorías explicativas del desarrollo histórico de los gropos sociales. Son formas culturales, singulares, que corresponden, al decir de Bate (1978:25), a contenidos esenciales de la formación social. En este sentido creemos simplista y errónea la forma como, hasta el presente, hemos entendido en nuestro país el llamado. “arte prehispánico”.

Tampoco creemos en las “razones nulas” de dichas representaciones, en lo que se ha llamado “el arte por el arte” como se ha argumentado en algunos textos publicados sobre el tema; incluso cuando la vinculación de los fenómenos estéticos esté directamente relacionada con los hechos mágico co-religiosos, éstos no son extraños a la práctica social. En este sentido, es probable que las motivaciones de un pueblo cazador difieran de las de un pueblo agricultor cuya conciencia social expresa, a partir de sus múltiples relaciones, un reflejo del mundo en el cual lo estético es un aspecto. Así entendemos que la cultura, como forma de expresión no es específica de la conciencia social, es decir, no se produce solamente a nivel de las formas super estructurales, sino que se da en relación dialéctica entre éstas y la base material.

El nivel tercero de análisis propuesto por Alcina, es el iconológico en el caso que nos ocupa, éste intenta entender el significado intrínseco de dichas figuraciones en tanto que valores simbólicos.

Es indudable que las figuraciones antropomorfas son objeto portadores de una fuerte carga expresiva simbólica. En este sentido podemos decir que se constituyen en signos cuya captación sensible tiene un extraordinario poder de evocación. Lukacs ha señalado el carácter evocador de las formas orientadas por una concepción mágica del mundo. Estas tienen la tarea de suscitar, mediante la representación de objetos, aquellas ideas y sentimientos que exigen los fines prácticos determinados desde fuera y, estas determinaciones, se refieren tanto a forma como a contenido.

El efecto evocador de los mitos también presupone una comunidad de intereses sociales. A este respecto Vargas ha expresado (Vargas, I, 1984: 48): “Las ideas no existen sino en las mentes de los hombres, volviéndose objetivas en el momento que son sancionadas socialmente a través del símbolo”. Los significados son abstracciones de ideas cuyo carácter simbólico no es extraño a la realidad objetiva que expresan, ni siquiera las formas abstractas dejan de reflejarla, de esta manera los símbolos tienen una función social.

Para el arqueólogo, ha dicho Vargas, “no es posible recrear las mentes de los hombres para captar el corpus de ideas que el símbolo representa” (Op. Cit.: 48); en este sentido, descifrar el código simbólico es algo que por el momento escapa a nuestras posibilidades, sin embargo, “es posible inferir la existencia del símbolo en cuanto que objeto o conjunto de objetos portadores de carga simbólica, los cuales fueron producidos y aceptados socialmente. Con su estudio podemos determinar la inversión de trabajo hecha y el apoyo societario para lograrla; esta determinación nos llevaría a la organización necesaria entre los hombres para que se dé y reflejaría también su articulación con la super estructura, importando menos de cual idea se trata, como de qué manera se articula” (Vargas, Op. Cit 48).
Sin embargo no creemos aventurado decir que existe una relación evidente entre dichas figurinas y los mitos en donde el elemento femenino debió tener gran impacto simbólico, así como una inmensa aceptación social a pesar de no conocer el contenido del discurso mítico que se objetiva en la representación de la maternidad como expresión sincrética de la fertilidad de las cosechas y de los animales destinados a satisfacer las necesidades alimenticias de los grupos domésticos.




LAS FUENTES ORALES

…En la selva templada, entre las demarcaciones de cascadas espumeantes que bajan de la Sierra Parima, se eleva la montaña rocosa Ulidzán en el silencio apenas turbado por la algarabía chillona de los monos o el grito de las guacamayas, apareció hace muchas lunas, la maloka de las mujeres sin hombre, las mujeres Ulidzán.

Estas recias hembras conocían todos los oficios de la caza; sabían trenzar el arco para derribar a los báquiros o emboscar a las dantas, manejaban perfectamente las enormes cerbatanas que sorprendían a los pájaros con sus flechas envenenadas de curare.

Hacían con bejucos las trampas para recoger a los peces que bajaban en ruidoso tropel por las corrientes acuáticas del bosque. Desbrozaban y banqueaban los ceros para hundir las estacas de yuca que al final de la jornada se convertirían en humeantes tortas de casabe; en fin estas mujeres ejercían todos los oficios propios de los hombres, solitarios vivían en su montaña como morichales pedidos en la llanura. Pasó mucho tiempo en el que la luna recorrió noches y noches y las lluvias sucedieron la sequía, las mujeres Ulidzán se convirtieron en Mauríes, los malignos espíritus que habitan las montañas, y así transformadas se quedaron ocultas en la maleza, detrás de los árboles, sobre las rocas y debajo de las aguas…

Sabemos que los hombres de pensamiento mágico viven el mundo como una unidad cerrada, en la que cualquier objeto, animal, planta o piedra está regido por fuerzas ocultas, que para ellos constituyen su forma de realidad. Esta realidad mítica informa a los individuos sobre el origen de la vida, el cual se reitera ritualmente como una experiencia sagrada.

El relato mítico de las amazonas Ulidzán, se presta a las interpretaciones más frecuentemente hechas de la iconografía femenina, que aluden, además de la maternidad, y al matriarcado como forma primigenia de la organización social. Incluso, especulando, acerca de la existencia de matriarcados prehispánicos. Se conoce que existen diferencias fundamentales entre los hechos históricos y los relatos míticos, que por sus propias características, se colocan fuera del tiempo histórico.

El matriarcado es una forma de poder ejercido por las mujeres, de lo cual no tenemos evidencia histórica ni arqueológica y la existencia de figuraciones no comprueba, por sí misma, la presencia de un matriarcado, sino que demuestra claramente el impacto simbólico de la mujer.

Es posible que hayan existido en el pasado clanes matrilineales y matrilocales, como ocurre actualmente en las sociedades guajiras de Venezuela, en donde la mayoría de los shamanes son mujeres y cuyos relatos míticos planean el elemento femenino Pulowi, como poseedor de poderes ocultos que son fatales. Pulowi, transformada en boa, arrastra a los cazadores mas viriles a su hábitat subterráneo, excluyéndolos para siempre del mundo de los vivos, porque su sexo posee una potencia funesta, que se alimenta de la sangre de los hombres….

…Ella olía bien como Pulowi, arrastró al cazador hasta su habitación, allí le separó las piernas, quería unirse a él… El hombre copuló con ella, una luna y más Pulowi lo dejó partir. Cuando llegó a su casa, no tenía nada que decir a su esposa, sólo le regaló unas joyas y partió de nuevo.

Pulowi lo devoró por segunda vez y no regresó nunca más…

En verdad la estética seductora de los mitos contemporáneos, no permite, a partir de comparaciones lineales, descifrar los códigos simbólicos de otras sociedades del pasado. Los íconos femeninos afirman la importancia del signo y la magnitud de su repercusión simbólica y en su interior subyacen indudablemente interpretaciones estéticas del mundo.

De los fragmentos de historia que han permanecido en el tiempo, importantes para reconstruir el desarrollo social en el que se inscribe la imagen de la mujer como icono, están los espacios contextuales de la vida doméstica y la innumerable cantidad de figurinas que asociadas a dichos contextos y a la naturaleza de los materiales que las acompañan, permitan en el futuro, a partir de los resultados de nuevas investigaciones de la arqueología social, inferir el rol de la mujer en la concepción del mundo, la estética y la religión de los pobladores de entonces.

Por lo pronto la fuerza del signo y su infinita reproducción, testimonian el impacto del símbolo femenino, asegurando una estimación de la que no se encuentran pruebas tan concretas en tiempos posteriores.

El hecho de que la mujer sea productora y reproductora a partir de su propio cuerpo, ha permitido seguramente concebirla más próxima a la naturaleza, que el hombre, asociado a la “cultura”; los elementos femeninos ligados probablemente a los mitos de creación y a las cosmogonías, atestiguan en las “Diosas Madre” la reiteración de la creación del mundo viviente, y es entonces que a partir de su fecundidad, un sincretismo las une simbólicamente a la reproducción de la vida animal y vegetal.

Porque las mujeres, indefectiblemente asociadas a los espacios domésticos, a las tareas del fogón, encargadas de los procesos de reproducción y socialización de los nuevos miembros del grupo social, debieron asegurar una participación fundamental en el mantenimiento del grupo familiar como unidad económica básica de las sociedades tanto aldeanas como cacicales, aportando ellas además, una buena parte de los alimentos del grupo doméstico en sus oficios de recolección y horticultura.

En estas sociedades caracterizadas por la ausencia de clases sociales y de propiedad privada, seguramente el trabajo productivo de hombres y mujeres debió implicar, socialmente, diversos niveles de participación, determinados a partir de una división sexual de las tareas.

La importancia social de la mujer, debió permitir la formulación de mediaciones simbólicas propiciadoras, que debieron expresarse en las múltiples objetivaciones de la conciencia social, en los mitos, en las ceremonias destinadas a la magia y seguramente, se manifestaron en las formas particulares que adquieren las derivaciones sensitivas y sensoriales, como representación de los modelos estéticos, que en estas sociedades parecieran demostrar un alto grado de convencionalización.

























BIBLIOGRAFIA



1982    ALCINA FRANCH, J. Arte y antropología. Edit. Alianza. Madrid. España.

1978    BATE, L. F. Formación económico y cultura. Ediciones Cultura Popular. México.

1933    BUENO, Fray Ramón. Apuntes sobre la provincia misionera del Orinoco e indígenas de su territorio. Caracas.

1883    CREVAUX, J. Voyages dans l’Amerique du Sud. Paris.

1965    GILIJ, F. S. Ensayo de historia americana. Tomo II. Caracas.


1956                   HUMBOLDT, Alejandro de. Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo continente. Tomo III. Caracas.
1957                  
S/F      LEROI-GOUHAM, A. Teasures of Prehistoric Art. Harry Abrams, Inc. Publishers. New York.

1982    LUKACS, G. Estética. Edit. Grijalbo. Barcelona

1979    PANOVSKY, E. El significado de las artes visuales. Alianza Editorial. Madrid.

1984    VARGAS, I. et al. Los artífices de la concha. (En prensa).

ELEMENTOS ESTÉTICOS DE LAS ANTIGUAS SOCIEDADES DEL LAGO DE MARACAIBO

“Cada nación, cada raza se distingue por una proclividad creativa particular y por una manera propia de juzgar o criticar las cosas”

T. S. Eliot

No es fácil dar una definición formal del comportamiento estético. Hemos dicho anteriormente que entendemos lo estético como formas de relación de los hombres con sus producciones materiales o espirituales las cuales varían de acuerdo a las convenciones de la cultura y, necesariamente, con el grado de desarrollo histórico de las sociedades.

En los grupos humanos del pasado, la estética no se limita al campo de “las artes”, como se las concibe en la cultura occidental, es decir, a la pintura, a la escultura, a la música, a la danza, etc., sino que por el contrario, ella engloba el conjunto total de lo vivido. A medida que uno se sumerge en el tiempo se hace casi imposible separar los planos de la expresión estética pues ésta se presenta de manera integral.

La estética como forma de conducta, está anclada, por un lado, a las variantes sensitivas, en donde lo táctil, lo gustativo, lo auditivo, lo olfativo y lo visual adquieren gran significación y, por otro lado, el comportamiento estético participa de las formas que registra la historia social, la tradición y la cultura.

Entendemos la cultura, en un sentido antropológico, como “… toda aquella realización material, intelectual y espiritual que el hombre realiza y que lo distingue, por medio de esta labor creativa y creadora, del resto de las especies del reino animal al cual pertenece…”. En tal sentido, la cultura tiene dos aspectos en tanto que expresión fenoménica, “… uno estático o sincrónico, desde el cual se abordan las peculiaridades culturales en un momento histórico, y uno sincrónico que la explica como proceso dialéctico” (Sanoja, M. Com. Pers.).

El comportamiento estético, vivido primero como sensación y percepción de la realidad concreta, se transforma en comportamiento estético pensado, el cual se expresa de manera heterogénea en las distintas actividades que realizan los hombres, haciéndose difícil de fragmentar en las “categorías sistemáticas” del arte.

Al intentar una aproximación al comportamiento estético de las sociedades que habitaron en el pasado, lo que hoy conocemos como la Cuenca del Lago de Maracaibo, nos encontramos frente a un mosaico de inmensa complejidad, tanto cronológica como morfológica, que nos obliga a hacer una revisión sumaria de algunos rasgos generales que testimonia el registro arqueológico de la zona.

El sentido creativo de estas sociedades es evidente en la copiosa producción de vasijas y figurinas, cuya variedad no dependió solamente de las influencias culturales, innegables, a las que estuvieron sometidas, sino también a las particularidades de su modo de vida, aldeano vegecultor, que influyó en posibles desarrollos regionales, imprimiendo lo que podríamos llamar un “valor estético local” que singulariza la Cuenca del Lago de Maracaibo.

Sabemos que lo estético se expresa en la creación de formas; sin embargo, lo estético como fenómeno social trasciende lo sensorial-formal. Pensamos que como tal debe ser estudiado en la cultura, en el conjunto de las relaciones sociales, siendo vano indagar solamente en las características biológicas o en el creador solitario ya que todo “gesto creador” individual, necesita de una sanción social que le permita a los nuevos modelos creados, convenionalizarse, de otra manera correrán el riesgo de perderse en el tiempo que toma la formalización del estilo.

Para que una creación exista realmente debe ser producida no sólo a nivel individual, sino que el grupo la acepte de manera tal que ésta ingrese en la tradición.

El hombre aprende las formas y sus significados en su práctica social; aprende también los contenidos que son propios al comportamiento estético, los cuales puede modificar, y de hecho ha modificado, a partir de su creatividad individual, sin embargo, como hemos planteado, éstos deben ser aceptados socialmente.

Las formas creadas pueden ser tangibles, hechas a partir de materiales que perduran en el tiempo como la cerámica o la piedra y otras menos tangibles, casi irrecuperables, en ausencia de los registros testimoniales de la historia escrita. Ese es el caso de la poesía, la música o la danza. Sin embargo, no creemos aventurado pensar que tanto en las sociedades del pasado como en las comunidades indígenas del presente, sea prácticamente imposible trazar líneas fronterizas que marquen la diferencia entre lo funcional y lo realizado para el enriquecimiento formal de los utensilios, cuya eficacia participa también de los principios de la estética.

Desde los núcleos de piedra tallada hasta el uso y perfeccionamiento de la cerámica de la Cuenca del Lago de Maracaibo, apreciamos que ésta se caracteriza tanto por su riqueza formal como decorativa, orientada dentro de dos patrones ornamentales tradicionales: la decoración plástica, aquella que modifica la textura de los materiales, y la ornamentación pintada.







EL NATURALISMO Y EL ESQUEMATISMO EN LA ORNAMENTACIÓN

Una de las constantes representativas de la Cuenca del Lago de Maracaibo, es la libertad con la que se combinan lo natural y lo geométrico, lo planimétrico y el volumen. Esto no insinúa retornos o regresiones en las técnicas decorativas sino, a nuestro parecer, a la existencia de una menor coerción en la representación de patrones tradicionales, lo cual puede estar relacionado con el modo de vida aldeano vegecultor, cuyos sistemas de control y organización social parecieron ser menos restrictivos que los cacicales en la repetición exacta de modelos representativos tradicionales.

Hemos puesto un interés particular en algunos rasgos del ornato, aquel que rellena los vacíos de la composición mediante diversos motivos decorativos, porque el ornato como sobreañadido, expresa con claridad, y de manera inmediata, las singularidades de cada grupo humano y de cada momento de desarrollo histórico de una sociedad.

En la Cuenca del Lago de Maracaibo, la ornamentación –tanto figurativa como lineal geométrica- manifiesta una intención formal que se inspira en el orden natural; ésta combina el mantenimiento de la estructura de los modelos naturales, sean éstos humanos, vegetales o animales, abstrayendo los elementos centrales que se desarrollan hasta encontrar en la abstracción geométrica su sentido más preciso.

Las formas de orden zoológico, se manifiestan en la estilización de algunos animales: serpientes, felinos, batracios, aves, peces, etc., en las que, un estudio más cuidadoso de la evolución de la forma, debería demostrar cómo tales motivos desarrollan una trayectoria ornamental que pareciera ir de lo figurativo o natural a lo esquemático, llámese éste abstracto o geométrico o lineal (Figura 44).

Este esquematismo manifiesto en la ornamentación de origen zoomorfo nos lleva a preguntarnos sobre su carácter simbólico, colocándonos frente a hipótesis difíciles de comprobar por el momento, en términos de descifrar los códigos simbólicos que refieren a las especies representadas. Estos códigos pueden atender a una inmensa constelación de significantes que la evidencia arqueológica no puede por sí misma descifrar.

El tema de los animales pareciera mezclarse directamente con ciertas prácticas mágicas, con animales que –en un momento determinado- representan estirpes sacralizadas en totems de inspiración mítica, constituyendo a nivel iconográfico lo que hemos llamado una suerte de bestiario. Sin embargo, las evidencias arqueológicas no son de ninguna manera concluyentes en este sentido.





La compañía etnográfica ha demostrado que lo zoomorfo no siempre intenta representar al animal en si, sino resaltar ciertas características constitutivas, tanto formales como específicas de la especie zoológica representada. Esto se aprecia con claridad en las formas duales de seres biomorfos, cuyo origen no es posible identificar, pues se mezclan rasgos tanto humanos como animales (Figura 45).

Los animales “fabulosos” o “fantásticos”, por llamarlos de alguna manera, que aparecen en el compendio de motivos ornamentales de esta zona, dejan ver con claridad una tendencia a la abstracción de las formas naturales, la misma que se evidencia en la ornamentación de origen vegetal, cuyos motivos parecieran definirse en ciertas curvaturas orgánicas de líneas que entrecruzan los espacios internos de las bandas recorriendo entre paralelas las panzas de las vasijas destinadas a los usos de la vida cotidiana.

Estas formas geométricas aparecen en lo que comúnmente llamamos grecas, cuyo repertorio de motivos en la Cuenca del Lago de Maracaibo es muy extenso: círculos, puntos, espirales, ganchos, líneas que terminan en puntos, zonas de puntos y otras formas tan lejanas a los modelos naturales que no los sugieren ni remotamente.

El punto como motivo, se expresa en una gran variedad de posibilidades; éstas incluyen: formas, tamaño y ubicación en la superficie de las vasijas; también se utilizan diversos procedimientos gráficos, es decir, la pintura, la incisión o la aplicación (Figura 46).

El punto parece, en ciertos casos, representado como un ente volcado sobre sí mismo; la expresión gráfica del punto desarrolla ciertas tensiones fuera de su centro, es así como el punto geométrico, definido como un elemento abstracto, encuentra su desarrollo en la línea que lo desplaza hacia otras direcciones.

El recurrente motivo punteado, tiende a desplazarse en líneas que terminan en puntos; esto se aprecia con claridad en la pintura lineal de La Pitía, en el modelado-inciso de Lagunillas, siendo en la Fase Tocuyano de Lara, en donde este motivo adquiere mayor fuerza ornamental y significativa en la representación tanto figurativa como abstracta de la serpiente (Figura 47).

El estilo geométrico de las grecas que decoran las vasijas hechas a partir de la pintura o la incisión, manifiestan ciertas regularidades del trazado que tienden a la repetición rítmica de los motivos ornamentales y a la creación de espacios triangulares enmarcados entre líneas paralelas (Figura 48), lo que se evidencia, con mayor claridad, en la zona Noroccidental de la cuenca.

Algunos historiadores del arte han querido ver en la repetición de motivos, la sugerencia de signos de carácter lingüístico, indicando que algunas escrituras pictográficas se desarrollan en base a la pintura esquemática descriptiva; es de hacer notar que las grecas decorativas de la Cuenca del Lago de Maracaibo, no son –de ninguna manera- descriptivas en un sentido pictográfico, éstas son más bien de tipo ideográfico, de allí la dificultad de descifrar los códigos e incluso de encontrar los nexos formales con los cuales relacionarlas.

Por otra parte, se ha explicado la existencia de la geometrización en los diseños a partir de los requerimientos de las técnicas textiles y la cestería, que obligan a reproducir las imágenes figurativas de manera geométrica, creando un repertorio de motivos cuyas formas se imponen luego a la decoración de utensilios, sean éstos de cerámica, concha, hueso, etc., e incluso a la misma pintura corporal. Es interesante notar que en los materiales arqueológicos es frecuente encontrar las evidentes impresiones de tejidos sobre la superficie externa del fondo de las vasijas, lo que confirma la existencia de una industria textil y cestería en dicha zona.

En general, pareciera haber una coexistencia entre trazos sin significación aparente y decorados naturalistas. Algunos de ellos guardan relación con los producidos en sociedades cacicales del Norte de Colombia (Tairona), con arreglo a la natural adición de elementos particulares de origen local, muchos de los cuales están condicionados por los referentes en relación a las culturas donde se sitúan.

La pintura como forma de ornato, tiende también a ser esquemática, hecha generalmente a partir del dibujo lineal, va de la monocromía a la policromía. Esta se desarrolla en zonas, usando –en algunos casos- como recurso técnico, la pintura negativa, aquella en la cual el color tiende a subrayar ciertos diseños en los que el dibujo está dado por el fondo; en otros casos, se utilizó también la técnica de ahumar y pulir la superficie externa de las vasijas.

En la zona Sur de la Cuenca, el pigmento de color parece rellenando las incisiones, sean éstas lineales, acanaladas o punteadas (Figura 49).

Si bien, por un lado, los signos abstractos son muy elaborados, en la realización de los elementos que estructuran vasijas y figurinas, por otro, el naturalismo tiende a la búsqueda de las estructuras naturales en tanto que movimiento y detalle; pero uno como otro, fijan convenciones dentro de ciertos códigos de representación que parten de una forma particular de observar y apreciar la naturaleza, de manera tal que, animales, plantas y figuras humanas, modeladas o pintadas, no son de ninguna manera iguales a lo real; es decir, son representaciones convencionales de la realidad. De esta forma y por razones fisiológicas, el ojo se hace estético, es en esta amplia irradiación de una apreciación “estética” de la naturaleza, como se amplían los elementos de la representación, sea ésta la tendencia figurativa o abstracta, porque –como hemos dicho- lo estético es un hecho cultural, no natural.

Las figuraciones humanas, son menos frecuentes en relación a otras áreas del país, como los Andes o la Cuenca del Lago de Valencia. Las figurinas femeninas, se presentan menos convencionalizadas que las “Venus” valencianas, cuya modificación de los patrones tradicionales es menor. Esto estaría confirmando, de alguna manera, lo que hemos señalado en relación a los sistemas de control más coercitivos en las sociedades que participan del modo de vida cacical y más libre en las del modo de vida aldeano.

En las zonas aledañas al Lago de Maracaibo, las figurinas de bulto redondo se ejecutan, a partir de técnicas de manufactura tal vez más rudimentarias. Sobre la estructura central del cuerpo se incorporan los atributos que permiten identificarlas, es decir, sobre la masa del cuerpo, la cabeza rectangular y los miembros aparecen modelados.

Los ojos se presentan bien sea mediante el característico “grano de café” o a partir de incisiones horizontales; la nariz prominente, está remarcada por el modelado y la perforación de los orificios nasales y la boca, ligeramente saliente, presenta labios abultados. Estos elementos evidencian ciertos rasgos físicos de dicha región.

El cuerpo, en algunos casos macizo, se enmarca en un rígido frontalismo en el que el cuello desaparece; los senos apenas se esbozan sobre el pecho a partir de pequeños botones de arcilla; el sexo se representa con una incisión vertical.

Estructuralmente, estas figurinas poseen los mismos elementos que hemos analizado en la Cuenca del Lago de Valencia, como son la hipertrofia de la cabeza y la región abdominal, el gran desarrollo de los glúteos o esteatopigia, y la atrofia de brazos y pies que desaparecen en una suerte de muñón con incisiones que simulan dedos (Figura 50).

Asimismo, estas figuras acusan una menor simetría bilateral, la cual se evidencia en la separación de las piernas como si trataran de dar un paso al frente. Este rasgo de desplazamiento es muy frecuente en las figurinas de la Serie Ranchería en las fases arqueológicas Loma y Horno del Norte de Colombia (Figura 51).

Nos resulta interesante señalar, que a diferencia de las representaciones femeninas de la Cuenca del Lago de Valencia, estas figurinas –salvo algunas excepciones- ponen poco énfasis en la descripción de otros detalles del ornato corporal, como: tocados, collares, narigueras, etc., los cuales si se encuentran presentes en las figurinas de San Marcos y Zancudo, en donde se representan de manera realista tanto la pintura corporal, como una especie de taparrabo (Figura 52).

Muchas de las figuraciones, no sólo las antropomorfas, también las de inspiración zoomorfa, son más una evocación que una copia y esta evocación permite también ciertos márgenes de lo que podríamos llamar “libertad creadora”, que sugieren, dentro de una cierta “imperfección involuntaria”, los rasgos centrales de la representación.




Es posible que existan relaciones entre las representaciones de mujeres y los mitos, en los cuales elemento femenino debió tener gran importancia. La alusión a la maternidad, como expresión sincrética de la fertilidad de las cosechas y de los animales, es frecuente no sólo en las sociedades del pasado sino también en las comunidades indígenas contemporáneas.

Hemos dicho anteriormente que el impacto del signo evidencia las relaciones de los distintos aspectos de la práctica social; estas relaciones son particulares para cada sociedad y es precisamente en su desarrollo histórico-social donde habría que indagar las razones por las cuales –en la Cuenca del Lago de Maracaibo- el signo femenino no adquiere la misma fuerza representativa que en otras regiones del país.

Es posible que, en el futuro, a partir de nuevos aportes de la arqueología social podamos tener un mayor conocimiento de los procesos históricos y sociales de los grupos humanos que habitaron en el pasado esta región; esto nos permitirá explicar ciertas formas fenomenológicas de la cultura que –como hemos anotado- por sí mismas no pueden dar cuenta de la totalidad de dichos procesos.

Si bien lo estético pareciera fundarse en una relativa autonomía, estos objetos están condicionados a las particularidades de la práctica social. La literatura interpretativa del arte de las sociedades antiguas, ha especulado no sólo sobre la autonomía de los fenómenos estéticos, sino también sobre las vinculaciones entre el comportamiento estético y el mágico-religioso, entendiéndolos como facultades del “alma”; sin embargo, creemos que –tanto lo estético como lo mágico religioso- son hechos que se producen en la cultura y es necesario explicarlos en relación al momento de desarrollo histórico, que viven dichas sociedades.



















BILBIOGRAFIA:

1980    BARNEY-CABRERA, E. El arte en Colombia. Eds. Fondo Cultural Cafetalero. Bogotá.
1961    CRUXENT, J. M. e IRVING ROUSE. Arqueología cronológica de Venezuela. Unión Panamericana, Estudios Monográficos IV. Washington D.C.
1976    ELLIOT, J. Entre el ver y el pensar. Fondo de Cultura Económica. México.
1980    EYOT, Y. Génesis de los fenómenos estéticos. Ed. Blume. Barcelona.
1976    GALLAGHER, Patrick. La Pitia, An Early Ceramic Site in Northwestern Venezuela. Yale University Publications in Anthropology Nº 76.
S/F      HURTADO, Ruperto. La Fase San Marcos, un yacimiento arqueológico de la micro-región Guasare Socuy. LUZ. Maracaibo.
1977    GARCÍA CANCLINI, N. Arte popular y sociedad en América Latina. Ed. Grijalbo. México.
1971    LEROI-GOURHAM, A. El gesto y la palabra. Ed. Universidad Central de Venezuela. Caracas.
1969    SANOJA, Mario. La Fase Zancudo. Investigaciones arqueológicas en la Cuenca del Lago de Maracaibo. Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales. Universidad Central de Venezuela. Caracas.
1969    ---------. Investigaciones arqueológicas en el Lago de Maracaibo: La Fase Caño Grande. Manuscrito para publicación. Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales. Universidad Central de Venezuela. Caracas.
1974    SANOJA M. e VARGAS, Iraida. Antiguas formaciones y modos de producción venezolanos. Eds. Monte Avila. Caracas.
1967    MAUSS, M. Introducción a la etnografía. Colección Fundamentos. Madrid.
1982    TARBLE, Kay. Comparación estilística de dos colecciones cerámicas del noroeste de Venezuela: Una nueva metodología. Armitano Editor. Caracas.
1978    TOLEDO, María I. Formas y decoración de un yacimiento arqueológico de la Cuenca del Lago de Maracaibo. Tesis para optar al título de Antropólogo de la Universidad Central de Venezuela. Caracas.
1967    VARGAS, Iraida. La Fase Onia. Investigaciones arqueológicas en la Cuenca del Lago de Maracaibo. Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, Manuscrito para publicación. Universidad Central de Venezuela. Caracas.
1974    VELÁSQUEZ, Felipe. Sitio El Danto. Investigaciones arqueológicas en la Cuenca del lago de Maracaibo. Tesis para optar al título de Antropólogo en la Universidad Central de Venezuela. Caracas.
1975    WAGNER, E. y Kay Tarble de Ruiz. Lagunillas: A New Archaeological Phase for the Lake Maracaibo Basin, Venezuela. Journal of Field Archaeology, 2. Boston.
1966    WORRINGER, W. Abstracción y naturaleza. Fondo de Cultura Económica. México.

INTRODUCCIÓN A LA ESTETICA DE LAS OFRENDAS FUNERARIAS

“La máscara es un éxtasis inmóvil”
Carl Einstein

En 1980 regresaba de Carora, donde hacía investigación para el montaje del Núcleo de Conservación Arqueológica, cuando tuve oportunidad de desviarme de la carretera que conduce a Barquisimeto, para recorrer por primera vez la ciudad de Quibor y visitar el Museo Arqueológico.

Entre los objetos que aparecían amontonados en un conjunto de vitrinas de madera, sin ninguna señalización u otra información museográfica, reconocí entre los materiales de su extraordinaria colección, una de las máscaras de arcilla. En aquel momento, me figuré debía pertenecer a los hallazgos del cementerio prehispánico del Boulevard, cuyas excavaciones habían sido tapiadas –hacía algunos años- por las autoridades locales

La sorpresa que me causó ese primer reconocimiento de la máscara, tal vez
Fue la misma que posteriormente experimenté al encontrar otras, en algunas colecciones privadas de Barquisimeto, pues las máscaras no son material frecuente en la arqueología de nuestro país; además, el efecto de metamorfosis que produce esa “otra cara”, la coloca en un plano inquietante.

En aquel momento no imaginaba que, algún tiempo después tendría la oportunidad de regresar para participar en las excavaciones que reabrían las investigaciones arqueológicas de la necrópolis  ubicada bajo el “Boulevard” de Quibor. Tampoco imaginaba que, posteriormente, una parte de la colección del museo sería prestada para ser expuesta en la Galería de Arte Nacional, en donde he sido investigador durante los últimos años.

Esta exhibición, a mi cuidado, que presentaba parte de la colección de piezas arqueológicas del Museo de Quibor en Caracas, permitió que escribiera lo que para mí fue un primer intento de interpretación de las manifestaciones prehispánicas del Valle de Quibor. De ese tiempo acá algunas de las ideas que desarrollé en el texto “Habitantes de lo Imaginario” (Delgado 1983), han cambiado y otras se han ido afinando a la luz de los aportes teóricos que adelanta la arqueología social en nuestro país.

Esto ha permitido que algunas interrogantes que me planteaba en aquel momento, comiencen a encontrar respuesta. Sin embargo, como bien ha señalado Polanyi, el investigador es una especie de jugador que llega a conclusiones provisionales ante la ausencia de los hechos, y que luego, pasa algunos años intentando averiguar si sus presentimientos eran correctos. De manera tal, que si es mínimamente juicioso, se asustará de sus propias ideas, de su temeridad, consciente de que afirma, en algunos casos, lo que por el momento no puede probar (Maslow, 1982).
Debo confesar que en el temor al que alude Polanyi, he planteado algunas hipótesis personales sobre los fenómenos estéticos de las sociedades extintas del Valle de Quibor, entre otras cosas porque aún hoy no contamos con una reconstrucción total de la vida de los grupos humanos que se asentaron en esta zona, cuyos restos materiales han sido objeto de saqueos, comercio ilegal, excavaciones asistemáticas e incomprensión oficial.

Creo importante señalar, sin embargo, que en los últimos años se ha iniciado una nueva fase en la investigación e interpretación de las sociedades antiguas de esta región, y es a partir de sus fructíferos resultados, que contamos con una documentación un poco más amplia sobre las prácticas funerarias, tipos de enterramientos, ofrendas, etc., que aparecen en los distintos cementerios ubicados en el Valle Quibor. No obstante, sigue siendo poco lo que se conoce de los ritos y mitos que justifican la ejecución de las máscaras cuyas referencias, poco frecuentes en la bibliografía etnohistórica, apenas permiten inferir, por su asociación a contextos de cementerios, un destino común al de otras ofrendas, vasijas, pectorales de concha y collares: el de acompañar a los hombres en la muerte, formando parte del ajuar funerario.

La presencia de este tipo de ofrenda en los cementerios de esta región, me coloca de nuevo frente a cuestiones de difícil comprobación. Por un lado, la máscara –como objeto funerario- parece estar asociada a prácticas rituales que actúan sobre la muerte, de manera tal que los fenómenos mágico-religiosos se nos presentan como potencialmente estéticos. Por otro lado, la función de las ofrendas se entrelaza con otras formas de actividad social, como son la producción material, la organización política y social, etc. Esto plantea la necesidad de estudiar las manifestaciones estéticas no sólo a partir de sus propiedades externas: armonía, simetría, valor, textura, proporciones, ritmo, etc., sino que debemos descubrir la esencia de lo estético, lo cual en mi concepto no está en los valores puramente formales sino en el contenido social que ello expresa. Este contenido se encuentra en la determinación tanto del papel que desempeñan los fenómenos estéticos en la estructura social, así como en el tipo de relaciones sociales que los estético manifiesta.

Si indagamos un poco en la historia social del Valle de Quibor, tenemos que estas comunidades desarrollaron un modo de vida aldeano cacical, caracterizado según Vargas (en prensa) por la “existencia de especialización social del trabajo, relaciones de parentesco y relaciones políticas jerarquizadas en linajes, relaciones políticas de subordinación de varias aldeas a una central, estando la tierra del señor (cacique) y su linaje, separada de la del resto de los individuos de la comunidad, quienes estaban obligados a rendir tributo al cacique, Jefe político, militar, económico y religioso, cuya gerencia del patrimonio común le daba derecho de apropiarse del sobre-trabajo producido por los individuos de su aldea o de las aldeas subordinadas”.
El tipo de tumba y la cantidad y calidad de las ofrendas presentes en los enterramientos del Valle de Quibor, han puesto de manifiesto lugares diferenciales de los individuos en la organización social, cuyas distinciones variaban de acuerdo al rango y al linaje. Es a partir de la comprensión del rol social de las ofrendas y otros objetos suntuarios (realizados para el consumo del Cacique y sus linajes), que considero la forma más apropiada de analizar dichos objetos, ya que no debemos perder de vista, las complejas relaciones que guardan las formas superestructurales con elementos esenciales que determinan y motorizan los procesos históricos y sociales que se manifiestan en los cacicazgos del Valle de Quibor. Así al aproximarme a la “conciencia estética” materializada en un objeto funerario como es la máscara, tengo la impresión de que en ella se reflejan –aunque sea a nivel simbólico- ciertos aspectos de la realidad objetiva, de manera tal, que el mundo imaginario, aunque vivido como real, no es autónomo del mundo material, sino que existe una relación dialéctica entre ambos (Vargas, et al, en prensa).

Siendo la superestructura la manera como se refleja el mundo de la conciencia, y esa manera de ver el mundo corresponde a una manera de ser del individuo y su grupo social (Lumbreras, 1974), hay que tener presente, en primer lugar, que el reflejo estético de la realidad objetiva no es una “mecánica fotocopia de la realidad”, es decir, que no se trata de “un reflejo simple, ni inmediato, ni total, sino del proceso de una serie de abstracciones, formulaciones, construcciones de conceptos, de leyes, etc.…”
(Lenin, citado por Lukacs, 1966: 11), de manera tal, que las relaciones estéticas del hombre con la realidad objetiva, son el resultado de un complejo desarrollo histórico y social.

Vargas y otros, en su texto sobre tecnología de los artefactos de concha producidos en esta región, han demostrado la existencia de especialistas en la fabricación de objetos de carácter votivo, así como su posible intercambio regional, aludiendo que el trabajo especializado permitió el incremento del nivel de excelencia técnica, el cual debió estar sustentado por una organización política cuyo liderazgo orientara su distribución y formas ideológicas que reprodujeran los elementos simbólicos del poder del cacique y su linaje.

Algunos aspectos económicos y sociales de la producción de ofrendas se aclaran si tomamos en cuenta el texto de Fowler, citado por Vargas, et al. Este autor plantea como gran cantidad de objetos rituales presentes en enterramientos indígenas del Este de los Estados Unidos, implicó además de una actitud ritual para reiterar la posición social del cacique y su linaje, una forma de sacar de circulación, mediante un consumo ritual aparentemente no productivo, cientos de objetos, creando una demanda constante de nuevos bienes suntuarios que alimentaban el trabajo de los especialistas y mantenían abiertas las redes de intercambio, lo que fue una condición para el mantenimiento del sistema de integración socio-político que fundamentaba el modo de vida aldeano cacical.
En los cacicazgos del Valle de Quibor tenemos que, el consumo de las ofrendas, no productivo en apariencia, en esencia permitió “mantener abierto el trabajo y el mercado de los especialistas”, de manera tal, que se generó un proceso dialéctico a partir de la producción de ofrendas para satisfacer necesidades superestructurales, ideológicas, políticas, religiosas, etc., el cual se revirtió en la base económica produciendo nuevas formas de trabajo; siendo como apunta Vargas, más importante para la comprensión del desarrollo histórico de dichas sociedades, el consumo que permitió reproducir los componentes sociales, que el mismo objeto producido.

De lo anterior parece obvio concluir, que tanto la producción como la distribución y el consumo de ofrendas, debieron responder a necesidades económicas de la comunidad (las cuales Vargas, sitúa en el proceso de distribución y redistribución), mientras que la cohesión social se aseguró a partir del surgimiento de formas ideológicas que sintetizaron las contradicciones producidas en el plano estructural. Los mitos, como “historias verdaderas”, pudieron contribuir a la reproducción  y mantenimiento del control ideológico necesario para hacer efectiva la subordinación de varias aldeas a la aldea central del cacicazgo, lo cual se expresó tanto en la apropiación de los excedentes del trabajo de las aldeas subalternas (en forma de tributo), como la de los excedentes simbólicos, vale decir, imaginarios de la comunidad.

En tal sentido, no hay que olvidar, como bien afirma Martín (1984), que “son los líderes quienes poseen el monopolio de las condiciones reales o imaginarias (siempre vividas como reales) que permiten la reproducción social del grupo. Su capacidad de contacto con las fuerzas naturales, su dominio sobre el universo simbólico, son hechos muy significativos en la extracción del excedente y en la ulterior distribución del mismo”.

Visto así, del control tanto del mundo real como del imaginario, por parte de shamanes y caciques, es posible inferir que las máscaras y otros objetos mediadores entre dos mundos (real e imaginario), fueran instrumentos de apoyo en la sacralización de formas de autoridad necesarias para el mantenimiento y consolidación política de los cacicazgos.


LA MÁSCARA, LA IMAGEN

“Al ponerse la máscara delante del rostro, el bailarín no pretende disfrazarse, ni embellecerse, ni afirmarse, sino atrincherarse detrás de una imagen lo suficientemente simple y conforme a las órdenes del mito para que pueda convertirse en la trampa y en el espejo del Dios” (J. Laude).


Sumariamente, estos factores sociales, políticos y económicos, debieron incidir en la producción de las ofrendas halladas en los cementerios prehispánicos del Valle de Quibor. Ahora es posible, aproximarnos formalmente  a las máscaras que son una especie de lugar común de la imagen y la imaginación.
El campo expresivo de la máscara me parece estéticamente privilegiado en relación a otras ofrendas, si tomamos en cuenta que cualquiera que haya sido su destino: mortuorio, retrato, objeto sagrado, atuendo ceremonial, etc. Ella tiende a producir una metamorfosis en la identidad de su portador, constituyendo una abstracción, una forma visual, una imagen.

Por figurativa que sea su apariencia, como ocurre con las encontradas en los cementerios del Valle de Quibor, ellas son una representación, una imitación de la realidad, que sustituye simbólicamente una  presencia. Su condición de instrumento mediador de un mundo imaginario vivido como real, se me ocurre, le confiere –aunque sólo sea por su estructura formal- un aspecto fantástico  que la hace diferir de la estatutaria, las figurinas u otros bultos icónicos tridimensionales, y sus propiedades estéticas estarían dadas, tanto por sus cualidades formales, como por la capacidad de suscitar determinadas actitudes, gracias al papel que desempeñan en el sistema concreto de relaciones sociales.

De manera tal, que sea tridimensional (modelado) o bidimensional (pintura sobre la piel), el origen de la máscara parece inscribirse en la misma fuente de las “técnicas” que tienen por materia prima el cuerpo; la pintura facial, la cosmética de las deformaciones, las escarificaciones y los tatuajes, pueden considerarse por tal razón como su equivalente, al igual que todas aquellas técnicas que producen una “transmutación” que inmoviliza la gestualidad o la traslada a otro ser. La consecuencia de esa transformación convierte al “yo” en el “otro”, y a partir de ello, se alcanza una suprarealidad que es tan “verdadera” como la metamorfoseada.

De acuerdo con el registro etnográfico, las máscaras han sido utilizadas en los más variados acontecimientos de importancia social, estando asociadas al sistema de creencias, a las ceremonias funerarias, usadas en ritos de iniciación, en danzas rituales de fertilidad, etc. Ellas activan, de manera particular, los mecanismos del animismo al dotar de rostro a los héroes culturales, convirtiendo la danza enmascarada en una “puesta en escena ritual” que permite al shamán, por medio de narraciones míticas y cantos, figurar estadios de la creación del universo. Las máscaras, al propiciar fenómenos de posesión, son el vínculo a través del cual el hombre se siente habitado por un animal, planta o ser sobrenatural; de manejar con una fuerza que se coloca por encima de su propio cuerpo y que lo comunica y solidariza con el orden universal; en esa participación está una prolongación de la vida a través de la muerte.

De las actuales danzas enmascaradas o Warime de los piaroa, ha escrito recientemente Miguel Von Dangel, “… el Warime como ritual sincretiza y une el orden profundo de la vida en la sociedad piaroa (…) el proceso se inicia con la búsqueda y colección de los materiales necesarios para la fabricación de las máscaras y los instrumentos musicales necesarios al Warime. No es pues el producto final terminado (objeto) el significado de su valor, pues el proceso creativo, el tiempo y los sucesivos pasos de la creación de las máscaras y las flautas, son las claves del conocimiento y poder del artista que los realiza”. El Warime, según Von Dangel, es pasado y presente, mundo de muerte o de encuentro de los que están en vida con otros mundos que se unen en el momento de la mascarada. En él se produce un ritual complejo y profundo, cuyas claves guardan los hombres piaroa en las canciones o Nenyeruwas, como su más absoluto e inviolable laberinto de secretos” (Von Dangel, M. El Universal, 1985).

En tal sentido, no es aventurado afirmar que la máscara, como reflejo, asegura la eficacia simbólica de la magia a partir de la mimesis estética. Pero la misma estética, como señalamos, no es un reflejo simple de la realidad, sino una selección un prescindir de…, nunca una coincidencia mecánica.

Al mimetizar, las máscaras de Quibor duplican una imagen que se proyecta en la materia, así la arcilla adquiere rostro humano. Esta antropomorfización de la materia, se fetichiza y magnifica en la muerte, se convierte en alma, espectro, aparición. La imagen materia del “doble” puede encontrar en las máscaras el receptáculo que controla, canaliza y aprisiona la energía vital que la muerte ha liberado, evitando la enrancia de las almas.

Si se ignora cómo manejar esta fuerza vital, puede tornarse nociva. Fuera de control, altera e inquieta el orden cotidiano de la vida, mientras que, debidamente canalizada, puede ser utilizada en distintas funciones de control político y social. La etnografía ha referido cómo la máscara, ha sido utilizada como instrumento de intercambio simbólico en algunas sociedades tribales contemporáneas; por ello, creo que su poder de mediación entre lo cotidiano y lo sobrenatural, debió poner en función condiciones ideológicas, políticas, mágico-religiosas y estéticas, que garantizaron la permanencia de mecanismos que reprodujeron, legitimaron y sacralizaron, el poder de los rangos en los cacicazgos.

En síntesis, tenemos que este instrumento –al servicio de múltiples actividades sociales- es polifuncional; como “rostro cultural”, designa cánones estéticos, normas ornamentales. Puede estar fundamentado en motivaciones de muy diversa índole: económica (participa en las ceremonias propiciatorias de la fertilidad de las cosechas, la aparición de las lluvias, etc.) sociales (ayuda a precisar la situación social de los individuos, designando diferencias de edad, ocupación, estatus, etc.), políticas (reafirma el dominio de shamanes y caciques); en fin, la máscara es una fuente de intercambio simbólico; ella participa tanto del mundo del cementerio como de la fiesta.


LA MÁSCARA MODELADA

Las máscaras modeladas no fueron muchas en esta región, pero sí sorprendentes  en la representación “figurativa” del rostro humano. Se trata de figuras vigorosamente modeladas sobre superficies planas o ligeramente cóncavas de arcilla (Figura 32).

A primera vista, llama la atención el juego de volúmenes y relieves en los que el rostro se “dibuja” preciso. Este “dibujo escultórico”, tiende a extender sus contornos tridimensionales a partir de la aplicación de elementos de arcilla redondeados, aportando un orden que equilibra completamente la estructura de la máscara (Figura 33).

En algunos casos, la máscara tiende a la reproducción de un tipo físico de cara redonda, pómulos pronunciados (incisos con puntos), ojos pequeños obturados y surcados por cejas espesas y prominentes, una nariz curva que arranca de la frente, labios gruesos –que dejan ver cierta gestualidad a causa de la lengua que se asoma- (Figura 34) o labios que se fruncen (Figura 35). Ellas parecen presentar arrugas a partir de incisiones que corren paralelas a las aletas nasales y terminan en la comisura de los labios. Las orejas, pequeñas e incisas, aparecen simétricamente colocadas, mientras que restos de pintura decorativa con diseños geométricos, surcan las mejillas.

Su campo expresivo parece estar representando cierta ironía y placidez más que solemnidad o fiereza y sólo una de las máscaras encontradas en esta zona parece ser una alegoría al mundo del más allá, tal vez la representación de una calavera (Figura 36).

Por el tamaño y peso, estas máscaras parecieran no haber sido hechas para llevarlas encima; es posible que sólo se enmascarara a los muertos u otras representaciones fijas, confeccionadas con diversos materiales. Esto podría justificar los orificios de sujeción. Sin embargo, la razón de las horadaciones de ojos y boca –que permite la reproducción de la voz como un vibráfono- se nos escapa por el momento.



LA MÁSCARA PINTADA

La pintura facial, por extensión, constituye una máscara cuyo soporte es la piel; en ella se aprecia una doble vertiente: la de lo vivido y el simbolismo de su abstracción. El rostro inscribe los límites del campo pictórico. Esta “materia”, que es el rostro, organiza la simetría de los valores plásticos que se presentan como una envoltura efímera alrededor de la forma natural. Efímera en tanto que su permanencia se halla determinada por la duración del ritual.

De las antiguas formas de estética corporal, tenemos el testimonio de las figurinas que mantienen restos de pintura geométrica sobre el rostro, y las pintaderas y sellos de arcilla (Figuras 37, 38, 39 y 40). También están las extensas referencias de cronistas y viajeros quienes describieron con riqueza de detalle las formas de ornato y la pintura corporal de las comunidades anteriores a la llegada de los españoles.

Lisandro Alvarado ha señalado que el origen de la pintura corporal fue medicinal: “Estas pinturas cierran los poros, impiden que el agua de mar se adhiera al cuerpo, ahuyentan los zancudos y matan las niguas” (1945); sin embargo, fue Gumilla el primero en diferenciar  las “unturas medicinales” para protegerse de los rayos del sol y el calor, de las pinturas decorativas y de carácter simbólico (Gumilla, 1963).

A partir de los cronistas, y por constatación etnográfica, sabemos que los colores más utilizados parecen haber sido el rojo, conseguido a partir de materias colorantes tales como el onoto o achote (Bixa orellana); la chica o parisa (Arrabidea chica); el negro azulado, a partir del uso del caruro (Genipa americana); el azul, proviene de la fruta del caruto (Genipa caruto), y el blanco, tomado de la fécula del cazabe.

Humboldt describe la confección del colorante rojo de la siguiente manera: “El común adorno de los caribes, otomanos y los yaruros, es el onoto, que los españoles llaman achote y los colonos de Cayena rocú. Es la materia colorante que se extrae de la pulpa de la Bixa orellana. Para preparar el onoto, las mujeres indias echan las semillas de la planta en una tina llena de agua; baten el agua durante una hora, y entonces dejan que se deposite la fécula colorante, que es de un rojo ladrillo muy intenso. Después de haber apartado el agua, se retira la fécula, se la exprime entre las manos, amasándola con aceite de huevos de tortuga y forman con ello tortas redondas de 3 o 4 onzas de peso”. De las caracas pintadas, escribe, “las manchas y rayas dan a la cara una expresión feroz”.

Appun observó, en 1869, que las mujeres “hoanarao warao, en días festivos, se pintaban la cara poniendo particular atención en remarcar las cejas, dibujando las mejillas y en la frente figuras geométricas, rectángulos, triángulos, círculos y cruces, mientras que los hombres tenían la parte superior de la cara, desde la frente a la nariz, pintada completamente de onoto y la parte inferior desde los labios hasta la barbilla, pintada de blanco”.
Del carácter decorativo y simbólico de la pintura facial se ha dicho: “… se colorean mutuamente las mejillas; el dibujo es a veces igual al que pintan en las piedras que circundan el campamento y que se identifica con el camino del sol y de la luna. Dicen que el sol se alegra viendo estos dibujos” (Wilbert, 1963: 203-204).

“Ambos sexos emplean el onoto para pintarse la frente, la nariz y las mejillas. Los dibujos geométricos los trazan con un palito puntiagudo, cada individuo según su figura preferida o su capricho. El shamán usa una pintura negra exclusivamente, y sólo se pinta la barbilla dibujando círculos y cruces” (Wilbert, 1963).

“Los signos femeninos expresan el simbolismo acuático de las nutrias o perros de agua, mundo animal al que la mujer Waika  aparece relacionada, debido a un episodio de la creación del mundo por el ser supremo Omao”, afirma Barandarian (1966).

Koch-Gumber, en su extraordinario texto Del Roraima al Orinoco (1982), ha señalado que “En cada ocasión especial, sobre todo para las fiestas de baile, los indios se pintan la cara y muchas veces también todo el cuerpo con colores negros y rojos, bien en rayas sencillas y puntos, bien en dibujos de buen gusto, bien en figuras estilizadas humanas y de animales. (…) Los jóvenes de ambos sexos compiten en inventar siempre nuevas composiciones de dibujos. La pintura del resto del cuerpo, sobre todo de la espalda, se deja generalmente a las mujeres que muestran en esto una destreza y una comprensión artística extraordinaria” (Koch-Gumber, 1982:50) (Figuras 41 y 42).

Otro resto de material que ha permanecido en el tiempo, y que pone de manifiesto prácticas de pintura corporal, son las llamadas “pintaderas” de arcilla. Se trata de sellos planos o cilíndricos; estos últimos, al girar sobre un eje de madera o hueso, multiplican grecas de motivos geométricos o figurativos en los que aparecen generalmente, volutas, espirales, triángulos, líneas ondulantes, etc., así como temas de inspiración zoomorfa y fitomorfa. Las formas rítmicas, muy elaboradas, dejan ver en positivo, sobre la piel, los trazados realizados en negativo sobre la arcilla. En este juego de vacíos y planos, se reproduce una extraordinaria gama de diseños, cuya interpretación simbólica escapa por el momento al dato arqueológico.

Las pintaderas y sellos grabados y tallados en madera, son muy usados en la actualidad entre las comunidades panare y piaroa del Estado Bolívar. Estos sellos parecen estar asociados a una fiesta ceremonial que da entrada al verano y que coincide con los ritos de iniciación.

De la iconografía de los signos panare, ha dicho M. Von Dangel: “las más frecuentes representaciones son las de la boa anaconda de nombre “amana”. Animal ambivalente porque puede vivir en dos medios distintos, o sea, en el agua o en la tierra, significan la clave de entre mundos. Su representación es primero la escama de la piel del animal, que es también la puerta que separa estos dos mundos. Es el sitio donde nace el arco iris y se refiere por lo tanto al brillo de la piel de la serpiente recién anudada” (Von Dangel, 1984) (Figura 43).

Sin embargo, los panare parecen encontrar una nueva iconografía la cual incorpora a sus signos la representación de hombres crucificados, vehículos de motor, maletas, etc.

No queremos finalizar este punto sin hacer referencia a lo planteado por Levi-Strauss respecto a las “representaciones desdobladas”. Este autor desarrolla un análisis estructural de las formas visuales de la pintura facial, a partir de la comparación de esta práctica entre culturas, geográfica e históricamente diferentes, tales como los indios de la costa Noreste de América, China arcaica, los maoríes de Nueva Zelanda, los “primitivos” siberianos y los caduceo de Brasil.

De este estudio comparativo, concluye que el desdoblamiento de la representación está vinculado a la organización social, “este arte decorativo sirve para traducir y afirmar los grados de jerarquía “según lo cual la pintura facial posee una función heráldica. “Las pinturas del rostro confieren en primer lugar al individuo su dignidad de ser humano”, efectuando la promoción del ser humano desde la condición animal a la de “civilizado”.

Según el autor, la función social de la decoración facial se une a la de la máscara, la cual “borra la personalidad individual tras la social”. Para él, la máscara no es aquello que representa sino aquello que transforma, es decir, que la máscara elige no representar.

Ahora bien, si entendemos que la cultura es “un conjunto de formas fenoménicas singulares” (Bate, 1978), mal podemos utilizar el método comparativo, para analizar el contenido cultural que las máscaras expresan en sociedades diferentes; el afirmar que las máscaras tienen una función social, no implica que ellas tengan la misma función en todas las sociedades con máscaras, cuyo grado de significación varía de acuerdo al complejo entramado de relaciones sociales y al momento histórico. De igual manera, pienso respecto al simbolismo de las máscaras, cuyo campo expresivo y simbólico es sumamente variable; en tal sentido, el llamado “lenguaje de las máscaras” no es universal como se ha querido ver sino que está definido por un conjunto de símbolos de carácter cultural, que en la mayoría de los casos, rebasan la información que aportan los datos arqueológicos.

Por otra parte, Levi-Strauss ha señalado (1981), que entre las funciones sociales de la máscara está su capacidad compensadora, la cual actúa como mediación imaginaria, aportando soluciones a las contradicciones de la sociedad; es decir, que la máscara dibuja una “metáfora” de la forma utópica de la sociedad en la que nace. En tal sentido, asigna a la gráfica caduveo el papel de “un fantasma de la sociedad que busca el medio de expresar simbólicamente las instituciones que podría tener, si sus intereses y supersticiones no se lo impidiesen”. No dudamos del efecto catártico y compensatorio de las manifestaciones estéticas en general y de la pintura facial y la máscara en particular, sin embargo, nos resulta difícil aceptar que las estructuras sociales de los caduveo se mimeticen en la pintura facial de manera tal, que unas sean equivalentes a las otras; de ser esto posible, de funcionar ello como “ley universal”, podríamos equiparar los elementos esenciales de la sociedad con los fenómenos estéticos, los cuales se caracterizan, principalmente, por su diferencialidad y singularidad.

Por otra parte, las manifestaciones estéticas son formas específicas de praxis humanas que mantienen relaciones dialécticas con la estructura social, pero que poseen –respecto a ella- una autonomía relativa. Si la pintura facial y la máscara, por extensión, son el reflejo de la estructura social de los caduveo, hay que tener presente que el reflejo estético, como señalamos, no es un reflejo simple, sino que tiende a la representación de una realidad nueva, aunque haya sido creado para reproducir otra realidad ya existente.



LA MAGIA, LA MUERTE, LA MÁSCARA

Después que haya muerto
mi calavera
será vuestra vasija;
los huesos de mis piernas
serán vuestro instrumento
de viento; mis costillas
vuestra palizada para pescar;
mis orejas, vuestro aventador;
y mis ojos vuestro espejo.
Literatura Warao

El deseo de inmortalidad, presente en los mitos y ritos referidos a la muerte, debió objetivarse también en la confección de ofrendas funerarias, evidenciando la creencia de que luego de la muerte un alma se separa del cuerpo. Ello me ha llevado a relacionar las máscaras funerarias de las comunidades antiguas del Valle de Quibor, en tanto que objetos mágicos, con ese deseo de inmortalidad, el cual pudo actuar a partir de la representación de un “alter ego”, como imagen humana que debía trascender, de acuerdo con los principios de la magia mimética y contaminante, en la que “lo semejante produce lo semejante”.

La magia nos pone en presencia de dos mundos, uno real y otro imaginario; a uno pertenece lo fenoménico visible, a otro, lo espiritual invisible; a uno, un cuerpo mortal, a otro, un alma inmortal.


            “A cada uno de nosotros está unida un alma.
            Ella es como un pedazo pequeño de algodón blanco,
            Como el humo que nadie puede ver”.

Mitología Goajira


Tanto las evidencias arqueológicas como los estudios etnográficos, han demostrado que los hombres no abandonan a sus muertos, al menos no los abandonan sin prácticas rituales. Estas prácticas, penetran la finitud de la vida que debe trascender y alcanzar la inmortalidad, que –como Frazer la define- es un período indefinido aunque no necesariamente eterno. (Frazer, 1980).

            “El alma está como prisionera,
            allí donde se encuentra el sueño.
            Es ahí entonces que el espíritu del shamán
            puede encontrarla y devolvérsela al enfermo.
            Pero si no la encuentra, si está escondida
            si ella ha entrado en algún lugar,
            el goajiro muere.
            Su alma ha atravesado el camino,
            el camino de los indios muertos;
            spuna wayuu ouktusu, la Vía Láctea.”

Mitología Goajira


Tanto Moran (1974), como otros autores (Luis Thomas, 1983; Baudrillard, 1980), han estudiado la muerte desde un punto de vista simbólico y antropológico y han señalado que el hombre niega y al tiempo reconoce la muerte; la niega en tanto que paso a la nada y la reconoce, como un acontecimiento inevitable, de manera que las “sociedades arcaicas”, impresionadas por la contagiosidad de la muerte, concibieron en el plano imaginario una multiplicidad de mitos y ritos que favorecen el pasaje de los muertos al mundo de los espíritus. Estas formas imaginarias dan respuesta a interrogantes que el límite de conocimientos no alcanza a responder.


            “El alma se dirige hacia el mar,
            para entrar en la casa donde se encuentran ya las hermanas,
            las madres, los tíos maternos, los hermanos.
            Las almas de los muertos vuelan a la tierra
            a través de los sueños, a veces se pueden ver sus sombras,
            la sombra de los muertos sobre la tierra.

            -las ultimas palabras del moribundo son:
            Yo me voy ahora, voy a morir,
            me voy para no regresar nunca….

            El alma ha partido para no regresar más.
            Ella habrá tomado su montura,
            habrá tomado sus pertenencias, sus hamacas…
            Ella se habrá ido a sus tierras,
            allá a Jepira, por la Vía Láctea,
            el camino de los indios muertos,
            allá se encuentran sus casas…”

Mitología Goajira

El mundo de los indios muertos es una metáfora de la vida, es un viaje, un sueño que da entrada al lugar de los antepasados. La idea de la muerte definitiva se transforma en una muerte-nacimiento, como una unidad dialéctica indisoluble de causa-efecto. La energía vital no desaparece, sino que se somete a un constante proceso de transformaciones. De allí que los desaparecidos vivan, en el más allá, una vida que se prolonga en la muerte como una imagen y que necesita de un conjunto de objetos materiales, un ajuar, que la acompañe.

Ahora bien, la magia activa un comportamiento que permite que ocurran cosas conforme al deseo y al pensamiento; sin embargo, tanto en el pensamiento como en el deseo que guía la mano a crear objetos mágicos, operan no sólo impulsos del imaginario sino también necesidades materiales que el hombre debe resolver. Si un grupo social no cuenta con un control de la naturaleza, es necesario entonces que una apropiación imaginaria del mundo sustituya la carencia de técnicas; es por esta razón, que la autonomía del mundo imaginario es relativa y que las relaciones entre magia y técnica son muy estrechas, en sociedades con poco desarrollo de las fuerzas productivas.

Al parecer, la representación imaginaria de la muerte es inseparable de las prácticas imaginarias que actúan sobre la muerte; estas prácticas mágicas son singulares a cada grupo social y dependen de sus sistemas de valores y creencias, los cuales se manifiestan en mitos que justifican y explican la muerte, tipos de ritos, formas de tumbas e inhumación, cantos, bailes y lamentos fúnebres, vestiduras, comidas funerarias, adornos, ofrendas, máscaras, etc., en fin, la “atmósfera” del funeral cambia según la cultura y la época. De allí estriba la dificultad de hacer generalizaciones. Veamos, por ejemplo, la descripción que hace Lizot (1978) de las prácticas funerarias de los grupos societarios yanomami, quienes al igual que otras comunidades contemporáneas, creman a sus muertos:

“Un clamor creciente inunda la vivienda, los gritos, los llantos y lamentos multiplican el tumulto. Todo el mundo rodea al muerto. Ebrewe y Kaomawe desatan el chinchorro en el cual reposa el muerto, lo levantan por sus extremidades y lo conducen hasta la hoguera. Las llamas envuelven inmediatamente el cuerpo y el chinchorro toma fuego. Todo el mundo se ha apartado, porque el humo está lleno de malignos demonios de la enfermedad, los shawara, que salen con él, liberados por la cremación. Kaomawe ha destruido el penacho de las flechas que pertenecían al muerto, ha roto sus astas, ha quebrado su arco y ha arrojado todo el fuego devorador.
--Aquí están, hijo las posesiones de tu cuñado.
Mabroma envuelve los bienes de su yerno en un pedazo de trapo viejo y los oculta en un pequeño cesto, sus ojos y sus mejillas están mojados de lagrimas; su voz empañada de una infinita tristeza. Baiwe ha traído de la selva un trozo descortezado del árbol kanaye, ahuecado servirá de mortero en el cual serán machacados los huesos calcinados del difunto. Cuando el mortero esté preparado, su cara exterior será teñida con onoto y a sus extremidades se pegará una banda de pulmones blancos, luego se macharán los huesos en el mortero, tratando de conseguir un polvo completamente fino que se vierte en calabazas enrojecidas con onoto y cerradas herméticamente con cera de abejas. A partir de ese momento, Hitisiwe –el muerto—pertenece al pasado, debe ser completamente olvidado. Su nombre no debe ser mencionado bajo ningún pretexto. El polvo de los huesos desaparecerá en ocasión de la ceremonia fúnebre de ingestión de las cenizas…”

Si bien la muerte es un “acontecimiento universal e irrecusable”, la “atmósfera” funeraria no pertenece solamente al mundo imaginario, a la magia y al rito, sino que en ella operan también factores reales que el análisis estético no está eximido de indagar y que sólo pueden entenderse en el contexto socio-cultural e histórico en donde el culto a los muertos se expresa, porque cada cultura desarrolla formas particulares de honrar a sus muertos.

En tal sentido, tanto el sistema de creencias referidas a la muerte, como las ofrendas funerarias –en tanto que manifestaciones estéticas- forman parte de la totalidad social cuya esencia es fundamentalmente histórica; pero tanto lo mágico-religioso como lo estético, poseen formas específicas de ser, dentro de la historia a la cual se integran, de manera tal que, siendo el producto de la praxis de seres históricos y sociales, estos fenómenos son en consecuencia igualmente históricos y sociales.

Al comprender la realidad como un todo concreto, nos encontramos con que los fenómenos estéticos poseen una forma específica de estar dentro de esta totalidad, la cual es irreductible a otras prácticas sociales, como por ejemplo, la magia, la religión, la política, etc.

En al sentido estoy de acuerdo con lo planteado por algunos “estetas” marxistas, quienes consideran que lo estético pone de manifiesto una naturaleza creadora específica, un tratamiento peculiar de la materia, así como formas peculiares de la relación producción-consumo-distribución, al tiempo que, en lo estético, se evidencian cualidades formales particulares de los objetos producidos y relaciones específicas con otras esferas del comportamiento humano.

Para concluir, creo que reducir el estudio estético de las ofrendas funerarias del Valle de Quibor, sean éstas máscaras, vasijas, figurinas, pectorales, collares, etc., a sus cualidades puramente formales, separándolas de su contexto histórico-social, equivale a asignarles la esterilidad de los objetos que frecuentemente encontramos en las vitrinas de los museos de arqueología, dichos objetos, parecen cerrarse herméticamente en si mismos. Tampoco creo posible que el investigador interesado en el estudio de los fenómenos estéticos pueda suprimir el conocimiento del sustrato histórico y social en sus interpretaciones, por lo tanto, es indispensable y fructífera la información que aporta la Arqueología social en la formulación de una posible estética social prehispánica en Venezuela.

Nota: Las citas sobre mitología goajira fueron tomadas de la obra de Perrin, 1980


BIBLIOGRAFIA

1945    ALVARADO, L. Datos etnográficos de Venezuela. Caracas.
1961    APPUN, K. En los trópicos (1948). Caracas.
1966    BARANDARIAN, D. La Fiesta del Pijiguao entre los indios waikas”
            El Farol. Caracas.
1956    BASILIO, Hno. Cerámica de Camay. La Salle. Caracas.
1978    BATÉ, L.F.     Sociedad, formación económico-social y cultura. Edit.
            Cultura Popular. México.
1980    BAUDRILLARD, J.    El intercambio simbólico y la muerte. Monte Avila Eds. Caracas.
1982    CRUXENT e I. ROUSE. Arqueología cronológica de Venezuela. Ed. Armitano. Caracas.
1983    DELGADO, Lelia. “Habitantes de lo imaginario”. Catálogo Galería de Arte Nacional. Caracas
1980    FRAZER, J. La Rana dorada. Magia y religión. Fondo de Cultura Económica. México.
1963    GUMILLA, J. El Orinoco ilustrado y defendido. Caracas
1956    HUMBOLDT, A. Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente. Caracas.
1982    KOCH-GUMBERG.  Del Roraima al Orinoco. Eds. Banco de Venezuela. Caracas.
1977    LEVI-STRAUSS, C.   Antropología estructural. EUDEBA, Buenos Aires.
1979    LIZOT, J. El círculo de los fuegos. Monte Avila Eds. Caracas.
1966    LUKACS, G. Estética. Grijalbo. Barcelona.
1984    MARTÍN, Gustavo. Ensayos de antropología política. Tropykos. Caracas.
1974    MORÁN, E. El hombre y la muerte. Kairos. Barcelona.
1980    PERIN, M.  El Camino de los indios muertos. Monte Avila Eds. Caracas.
1958    Polanyi, M. Personal Knowledge. University of Chicago Press.
1978    SANOJA, M. e I. VARGAS. Antiguas formaciones y modos de producción venezolanos. Monte Avila Eds., Caracas.
1967    -----------------. Proyecto: Arqueología del occidente de Venezuela. Primer informe general. Economía y Ciencias Sociales. UCV. Caracas.
1981    TOLEDO, M. y L. MOLINA. “Cementerio Indígena de Quibor”. Fundacultura. MS.
1983    THOMAS, L. Antropología de la muerte. Fondo de Cultura Económica. México.
1984    VARGAS, I. y otros. Los artífices de la concha. En prensa. México.
1985    VON DANGEL, M.   “De las máscaras”. El Universal. Caracas.
1963    WILBERT, J. Indios de la región Orinoco-Ventuari. Caracas.
1963    ---------------. “Vestidos y adornos de los indios warao”. Antropológica. Caracas.