“La máscara es un éxtasis inmóvil”
Carl Einstein
En 1980 regresaba de Carora, donde hacía investigación para el montaje del Núcleo de Conservación Arqueológica, cuando tuve oportunidad de desviarme de la carretera que conduce a Barquisimeto, para recorrer por primera vez la ciudad de Quibor y visitar el Museo Arqueológico.
Entre los objetos que aparecían amontonados en un conjunto de vitrinas de madera, sin ninguna señalización u otra información museográfica, reconocí entre los materiales de su extraordinaria colección, una de las máscaras de arcilla. En aquel momento, me figuré debía pertenecer a los hallazgos del cementerio prehispánico del Boulevard, cuyas excavaciones habían sido tapiadas –hacía algunos años- por las autoridades locales
La sorpresa que me causó ese primer reconocimiento de la máscara, tal vez
Fue la misma que posteriormente experimenté al encontrar otras, en algunas colecciones privadas de Barquisimeto, pues las máscaras no son material frecuente en la arqueología de nuestro país; además, el efecto de metamorfosis que produce esa “otra cara”, la coloca en un plano inquietante.
En aquel momento no imaginaba que, algún tiempo después tendría la oportunidad de regresar para participar en las excavaciones que reabrían las investigaciones arqueológicas de la necrópolis ubicada bajo el “Boulevard” de Quibor. Tampoco imaginaba que, posteriormente, una parte de la colección del museo sería prestada para ser expuesta en la Galería de Arte Nacional, en donde he sido investigador durante los últimos años.
Esta exhibición, a mi cuidado, que presentaba parte de la colección de piezas arqueológicas del Museo de Quibor en Caracas, permitió que escribiera lo que para mí fue un primer intento de interpretación de las manifestaciones prehispánicas del Valle de Quibor. De ese tiempo acá algunas de las ideas que desarrollé en el texto “Habitantes de lo Imaginario” (Delgado 1983), han cambiado y otras se han ido afinando a la luz de los aportes teóricos que adelanta la arqueología social en nuestro país.
Esto ha permitido que algunas interrogantes que me planteaba en aquel momento, comiencen a encontrar respuesta. Sin embargo, como bien ha señalado Polanyi, el investigador es una especie de jugador que llega a conclusiones provisionales ante la ausencia de los hechos, y que luego, pasa algunos años intentando averiguar si sus presentimientos eran correctos. De manera tal, que si es mínimamente juicioso, se asustará de sus propias ideas, de su temeridad, consciente de que afirma, en algunos casos, lo que por el momento no puede probar (Maslow, 1982).
Debo confesar que en el temor al que alude Polanyi, he planteado algunas hipótesis personales sobre los fenómenos estéticos de las sociedades extintas del Valle de Quibor, entre otras cosas porque aún hoy no contamos con una reconstrucción total de la vida de los grupos humanos que se asentaron en esta zona, cuyos restos materiales han sido objeto de saqueos, comercio ilegal, excavaciones asistemáticas e incomprensión oficial.
Creo importante señalar, sin embargo, que en los últimos años se ha iniciado una nueva fase en la investigación e interpretación de las sociedades antiguas de esta región, y es a partir de sus fructíferos resultados, que contamos con una documentación un poco más amplia sobre las prácticas funerarias, tipos de enterramientos, ofrendas, etc., que aparecen en los distintos cementerios ubicados en el Valle Quibor. No obstante, sigue siendo poco lo que se conoce de los ritos y mitos que justifican la ejecución de las máscaras cuyas referencias, poco frecuentes en la bibliografía etnohistórica, apenas permiten inferir, por su asociación a contextos de cementerios, un destino común al de otras ofrendas, vasijas, pectorales de concha y collares: el de acompañar a los hombres en la muerte, formando parte del ajuar funerario.
La presencia de este tipo de ofrenda en los cementerios de esta región, me coloca de nuevo frente a cuestiones de difícil comprobación. Por un lado, la máscara –como objeto funerario- parece estar asociada a prácticas rituales que actúan sobre la muerte, de manera tal que los fenómenos mágico-religiosos se nos presentan como potencialmente estéticos. Por otro lado, la función de las ofrendas se entrelaza con otras formas de actividad social, como son la producción material, la organización política y social, etc. Esto plantea la necesidad de estudiar las manifestaciones estéticas no sólo a partir de sus propiedades externas: armonía, simetría, valor, textura, proporciones, ritmo, etc., sino que debemos descubrir la esencia de lo estético, lo cual en mi concepto no está en los valores puramente formales sino en el contenido social que ello expresa. Este contenido se encuentra en la determinación tanto del papel que desempeñan los fenómenos estéticos en la estructura social, así como en el tipo de relaciones sociales que los estético manifiesta.
Si indagamos un poco en la historia social del Valle de Quibor, tenemos que estas comunidades desarrollaron un modo de vida aldeano cacical, caracterizado según Vargas (en prensa) por la “existencia de especialización social del trabajo, relaciones de parentesco y relaciones políticas jerarquizadas en linajes, relaciones políticas de subordinación de varias aldeas a una central, estando la tierra del señor (cacique) y su linaje, separada de la del resto de los individuos de la comunidad, quienes estaban obligados a rendir tributo al cacique, Jefe político, militar, económico y religioso, cuya gerencia del patrimonio común le daba derecho de apropiarse del sobre-trabajo producido por los individuos de su aldea o de las aldeas subordinadas”.
El tipo de tumba y la cantidad y calidad de las ofrendas presentes en los enterramientos del Valle de Quibor, han puesto de manifiesto lugares diferenciales de los individuos en la organización social, cuyas distinciones variaban de acuerdo al rango y al linaje. Es a partir de la comprensión del rol social de las ofrendas y otros objetos suntuarios (realizados para el consumo del Cacique y sus linajes), que considero la forma más apropiada de analizar dichos objetos, ya que no debemos perder de vista, las complejas relaciones que guardan las formas superestructurales con elementos esenciales que determinan y motorizan los procesos históricos y sociales que se manifiestan en los cacicazgos del Valle de Quibor. Así al aproximarme a la “conciencia estética” materializada en un objeto funerario como es la máscara, tengo la impresión de que en ella se reflejan –aunque sea a nivel simbólico- ciertos aspectos de la realidad objetiva, de manera tal, que el mundo imaginario, aunque vivido como real, no es autónomo del mundo material, sino que existe una relación dialéctica entre ambos (Vargas, et al, en prensa).
Siendo la superestructura la manera como se refleja el mundo de la conciencia, y esa manera de ver el mundo corresponde a una manera de ser del individuo y su grupo social (Lumbreras, 1974), hay que tener presente, en primer lugar, que el reflejo estético de la realidad objetiva no es una “mecánica fotocopia de la realidad”, es decir, que no se trata de “un reflejo simple, ni inmediato, ni total, sino del proceso de una serie de abstracciones, formulaciones, construcciones de conceptos, de leyes, etc.…”
(Lenin, citado por Lukacs, 1966: 11), de manera tal, que las relaciones estéticas del hombre con la realidad objetiva, son el resultado de un complejo desarrollo histórico y social.
Vargas y otros, en su texto sobre tecnología de los artefactos de concha producidos en esta región, han demostrado la existencia de especialistas en la fabricación de objetos de carácter votivo, así como su posible intercambio regional, aludiendo que el trabajo especializado permitió el incremento del nivel de excelencia técnica, el cual debió estar sustentado por una organización política cuyo liderazgo orientara su distribución y formas ideológicas que reprodujeran los elementos simbólicos del poder del cacique y su linaje.
Algunos aspectos económicos y sociales de la producción de ofrendas se aclaran si tomamos en cuenta el texto de Fowler, citado por Vargas, et al. Este autor plantea como gran cantidad de objetos rituales presentes en enterramientos indígenas del Este de los Estados Unidos, implicó además de una actitud ritual para reiterar la posición social del cacique y su linaje, una forma de sacar de circulación, mediante un consumo ritual aparentemente no productivo, cientos de objetos, creando una demanda constante de nuevos bienes suntuarios que alimentaban el trabajo de los especialistas y mantenían abiertas las redes de intercambio, lo que fue una condición para el mantenimiento del sistema de integración socio-político que fundamentaba el modo de vida aldeano cacical.
En los cacicazgos del Valle de Quibor tenemos que, el consumo de las ofrendas, no productivo en apariencia, en esencia permitió “mantener abierto el trabajo y el mercado de los especialistas”, de manera tal, que se generó un proceso dialéctico a partir de la producción de ofrendas para satisfacer necesidades superestructurales, ideológicas, políticas, religiosas, etc., el cual se revirtió en la base económica produciendo nuevas formas de trabajo; siendo como apunta Vargas, más importante para la comprensión del desarrollo histórico de dichas sociedades, el consumo que permitió reproducir los componentes sociales, que el mismo objeto producido.
De lo anterior parece obvio concluir, que tanto la producción como la distribución y el consumo de ofrendas, debieron responder a necesidades económicas de la comunidad (las cuales Vargas, sitúa en el proceso de distribución y redistribución), mientras que la cohesión social se aseguró a partir del surgimiento de formas ideológicas que sintetizaron las contradicciones producidas en el plano estructural. Los mitos, como “historias verdaderas”, pudieron contribuir a la reproducción y mantenimiento del control ideológico necesario para hacer efectiva la subordinación de varias aldeas a la aldea central del cacicazgo, lo cual se expresó tanto en la apropiación de los excedentes del trabajo de las aldeas subalternas (en forma de tributo), como la de los excedentes simbólicos, vale decir, imaginarios de la comunidad.
En tal sentido, no hay que olvidar, como bien afirma Martín (1984), que “son los líderes quienes poseen el monopolio de las condiciones reales o imaginarias (siempre vividas como reales) que permiten la reproducción social del grupo. Su capacidad de contacto con las fuerzas naturales, su dominio sobre el universo simbólico, son hechos muy significativos en la extracción del excedente y en la ulterior distribución del mismo”.
Visto así, del control tanto del mundo real como del imaginario, por parte de shamanes y caciques, es posible inferir que las máscaras y otros objetos mediadores entre dos mundos (real e imaginario), fueran instrumentos de apoyo en la sacralización de formas de autoridad necesarias para el mantenimiento y consolidación política de los cacicazgos.
“Al ponerse la máscara delante del rostro, el bailarín no pretende disfrazarse, ni embellecerse, ni afirmarse, sino atrincherarse detrás de una imagen lo suficientemente simple y conforme a las órdenes del mito para que pueda convertirse en la trampa y en el espejo del Dios” (J. Laude).
Sumariamente, estos factores sociales, políticos y económicos, debieron incidir en la producción de las ofrendas halladas en los cementerios prehispánicos del Valle de Quibor. Ahora es posible, aproximarnos formalmente a las máscaras que son una especie de lugar común de la imagen y la imaginación.
El campo expresivo de la máscara me parece estéticamente privilegiado en relación a otras ofrendas, si tomamos en cuenta que cualquiera que haya sido su destino: mortuorio, retrato, objeto sagrado, atuendo ceremonial, etc. Ella tiende a producir una metamorfosis en la identidad de su portador, constituyendo una abstracción, una forma visual, una imagen.
Por figurativa que sea su apariencia, como ocurre con las encontradas en los cementerios del Valle de Quibor, ellas son una representación, una imitación de la realidad, que sustituye simbólicamente una presencia. Su condición de instrumento mediador de un mundo imaginario vivido como real, se me ocurre, le confiere –aunque sólo sea por su estructura formal- un aspecto fantástico que la hace diferir de la estatutaria, las figurinas u otros bultos icónicos tridimensionales, y sus propiedades estéticas estarían dadas, tanto por sus cualidades formales, como por la capacidad de suscitar determinadas actitudes, gracias al papel que desempeñan en el sistema concreto de relaciones sociales.
De manera tal, que sea tridimensional (modelado) o bidimensional (pintura sobre la piel), el origen de la máscara parece inscribirse en la misma fuente de las “técnicas” que tienen por materia prima el cuerpo; la pintura facial, la cosmética de las deformaciones, las escarificaciones y los tatuajes, pueden considerarse por tal razón como su equivalente, al igual que todas aquellas técnicas que producen una “transmutación” que inmoviliza la gestualidad o la traslada a otro ser. La consecuencia de esa transformación convierte al “yo” en el “otro”, y a partir de ello, se alcanza una suprarealidad que es tan “verdadera” como la metamorfoseada.
De acuerdo con el registro etnográfico, las máscaras han sido utilizadas en los más variados acontecimientos de importancia social, estando asociadas al sistema de creencias, a las ceremonias funerarias, usadas en ritos de iniciación, en danzas rituales de fertilidad, etc. Ellas activan, de manera particular, los mecanismos del animismo al dotar de rostro a los héroes culturales, convirtiendo la danza enmascarada en una “puesta en escena ritual” que permite al shamán, por medio de narraciones míticas y cantos, figurar estadios de la creación del universo. Las máscaras, al propiciar fenómenos de posesión, son el vínculo a través del cual el hombre se siente habitado por un animal, planta o ser sobrenatural; de manejar con una fuerza que se coloca por encima de su propio cuerpo y que lo comunica y solidariza con el orden universal; en esa participación está una prolongación de la vida a través de la muerte.
De las actuales danzas enmascaradas o Warime de los piaroa, ha escrito recientemente Miguel Von Dangel, “… el Warime como ritual sincretiza y une el orden profundo de la vida en la sociedad piaroa (…) el proceso se inicia con la búsqueda y colección de los materiales necesarios para la fabricación de las máscaras y los instrumentos musicales necesarios al Warime. No es pues el producto final terminado (objeto) el significado de su valor, pues el proceso creativo, el tiempo y los sucesivos pasos de la creación de las máscaras y las flautas, son las claves del conocimiento y poder del artista que los realiza”. El Warime, según Von Dangel, es pasado y presente, mundo de muerte o de encuentro de los que están en vida con otros mundos que se unen en el momento de la mascarada. En él se produce un ritual complejo y profundo, cuyas claves guardan los hombres piaroa en las canciones o Nenyeruwas, como su más absoluto e inviolable laberinto de secretos” (Von Dangel, M. El Universal, 1985).
En tal sentido, no es aventurado afirmar que la máscara, como reflejo, asegura la eficacia simbólica de la magia a partir de la mimesis estética. Pero la misma estética, como señalamos, no es un reflejo simple de la realidad, sino una selección un prescindir de…, nunca una coincidencia mecánica.
Al mimetizar, las máscaras de Quibor duplican una imagen que se proyecta en la materia, así la arcilla adquiere rostro humano. Esta antropomorfización de la materia, se fetichiza y magnifica en la muerte, se convierte en alma, espectro, aparición. La imagen materia del “doble” puede encontrar en las máscaras el receptáculo que controla, canaliza y aprisiona la energía vital que la muerte ha liberado, evitando la enrancia de las almas.
Si se ignora cómo manejar esta fuerza vital, puede tornarse nociva. Fuera de control, altera e inquieta el orden cotidiano de la vida, mientras que, debidamente canalizada, puede ser utilizada en distintas funciones de control político y social. La etnografía ha referido cómo la máscara, ha sido utilizada como instrumento de intercambio simbólico en algunas sociedades tribales contemporáneas; por ello, creo que su poder de mediación entre lo cotidiano y lo sobrenatural, debió poner en función condiciones ideológicas, políticas, mágico-religiosas y estéticas, que garantizaron la permanencia de mecanismos que reprodujeron, legitimaron y sacralizaron, el poder de los rangos en los cacicazgos.
En síntesis, tenemos que este instrumento –al servicio de múltiples actividades sociales- es polifuncional; como “rostro cultural”, designa cánones estéticos, normas ornamentales. Puede estar fundamentado en motivaciones de muy diversa índole: económica (participa en las ceremonias propiciatorias de la fertilidad de las cosechas, la aparición de las lluvias, etc.) sociales (ayuda a precisar la situación social de los individuos, designando diferencias de edad, ocupación, estatus, etc.), políticas (reafirma el dominio de shamanes y caciques); en fin, la máscara es una fuente de intercambio simbólico; ella participa tanto del mundo del cementerio como de la fiesta.
Las máscaras modeladas no fueron muchas en esta región, pero sí sorprendentes en la representación “figurativa” del rostro humano. Se trata de figuras vigorosamente modeladas sobre superficies planas o ligeramente cóncavas de arcilla (Figura 32).
A primera vista, llama la atención el juego de volúmenes y relieves en los que el rostro se “dibuja” preciso. Este “dibujo escultórico”, tiende a extender sus contornos tridimensionales a partir de la aplicación de elementos de arcilla redondeados, aportando un orden que equilibra completamente la estructura de la máscara (Figura 33).
En algunos casos, la máscara tiende a la reproducción de un tipo físico de cara redonda, pómulos pronunciados (incisos con puntos), ojos pequeños obturados y surcados por cejas espesas y prominentes, una nariz curva que arranca de la frente, labios gruesos –que dejan ver cierta gestualidad a causa de la lengua que se asoma- (Figura 34) o labios que se fruncen (Figura 35). Ellas parecen presentar arrugas a partir de incisiones que corren paralelas a las aletas nasales y terminan en la comisura de los labios. Las orejas, pequeñas e incisas, aparecen simétricamente colocadas, mientras que restos de pintura decorativa con diseños geométricos, surcan las mejillas.
Su campo expresivo parece estar representando cierta ironía y placidez más que solemnidad o fiereza y sólo una de las máscaras encontradas en esta zona parece ser una alegoría al mundo del más allá, tal vez la representación de una calavera (Figura 36).
Por el tamaño y peso, estas máscaras parecieran no haber sido hechas para llevarlas encima; es posible que sólo se enmascarara a los muertos u otras representaciones fijas, confeccionadas con diversos materiales. Esto podría justificar los orificios de sujeción. Sin embargo, la razón de las horadaciones de ojos y boca –que permite la reproducción de la voz como un vibráfono- se nos escapa por el momento.
LA MÁSCARA PINTADA
La pintura facial, por extensión, constituye una máscara cuyo soporte es la piel; en ella se aprecia una doble vertiente: la de lo vivido y el simbolismo de su abstracción. El rostro inscribe los límites del campo pictórico. Esta “materia”, que es el rostro, organiza la simetría de los valores plásticos que se presentan como una envoltura efímera alrededor de la forma natural. Efímera en tanto que su permanencia se halla determinada por la duración del ritual.
De las antiguas formas de estética corporal, tenemos el testimonio de las figurinas que mantienen restos de pintura geométrica sobre el rostro, y las pintaderas y sellos de arcilla (Figuras 37, 38, 39 y 40). También están las extensas referencias de cronistas y viajeros quienes describieron con riqueza de detalle las formas de ornato y la pintura corporal de las comunidades anteriores a la llegada de los españoles.
Lisandro Alvarado ha señalado que el origen de la pintura corporal fue medicinal: “Estas pinturas cierran los poros, impiden que el agua de mar se adhiera al cuerpo, ahuyentan los zancudos y matan las niguas” (1945); sin embargo, fue Gumilla el primero en diferenciar las “unturas medicinales” para protegerse de los rayos del sol y el calor, de las pinturas decorativas y de carácter simbólico (Gumilla, 1963).
A partir de los cronistas, y por constatación etnográfica, sabemos que los colores más utilizados parecen haber sido el rojo, conseguido a partir de materias colorantes tales como el onoto o achote (Bixa orellana); la chica o parisa (Arrabidea chica); el negro azulado, a partir del uso del caruro (Genipa americana); el azul, proviene de la fruta del caruto (Genipa caruto), y el blanco, tomado de la fécula del cazabe.
Humboldt describe la confección del colorante rojo de la siguiente manera: “El común adorno de los caribes, otomanos y los yaruros, es el onoto, que los españoles llaman achote y los colonos de Cayena rocú. Es la materia colorante que se extrae de la pulpa de la Bixa orellana. Para preparar el onoto, las mujeres indias echan las semillas de la planta en una tina llena de agua; baten el agua durante una hora, y entonces dejan que se deposite la fécula colorante, que es de un rojo ladrillo muy intenso. Después de haber apartado el agua, se retira la fécula, se la exprime entre las manos, amasándola con aceite de huevos de tortuga y forman con ello tortas redondas de 3 o 4 onzas de peso”. De las caracas pintadas, escribe, “las manchas y rayas dan a la cara una expresión feroz”.
Appun observó, en 1869, que las mujeres “hoanarao warao, en días festivos, se pintaban la cara poniendo particular atención en remarcar las cejas, dibujando las mejillas y en la frente figuras geométricas, rectángulos, triángulos, círculos y cruces, mientras que los hombres tenían la parte superior de la cara, desde la frente a la nariz, pintada completamente de onoto y la parte inferior desde los labios hasta la barbilla, pintada de blanco”.
Del carácter decorativo y simbólico de la pintura facial se ha dicho: “… se colorean mutuamente las mejillas; el dibujo es a veces igual al que pintan en las piedras que circundan el campamento y que se identifica con el camino del sol y de la luna. Dicen que el sol se alegra viendo estos dibujos” (Wilbert, 1963: 203-204).
“Ambos sexos emplean el onoto para pintarse la frente, la nariz y las mejillas. Los dibujos geométricos los trazan con un palito puntiagudo, cada individuo según su figura preferida o su capricho. El shamán usa una pintura negra exclusivamente, y sólo se pinta la barbilla dibujando círculos y cruces” (Wilbert, 1963).
“Los signos femeninos expresan el simbolismo acuático de las nutrias o perros de agua, mundo animal al que la mujer Waika aparece relacionada, debido a un episodio de la creación del mundo por el ser supremo Omao”, afirma Barandarian (1966).
Koch-Gumber, en su extraordinario texto Del Roraima al Orinoco (1982), ha señalado que “En cada ocasión especial, sobre todo para las fiestas de baile, los indios se pintan la cara y muchas veces también todo el cuerpo con colores negros y rojos, bien en rayas sencillas y puntos, bien en dibujos de buen gusto, bien en figuras estilizadas humanas y de animales. (…) Los jóvenes de ambos sexos compiten en inventar siempre nuevas composiciones de dibujos. La pintura del resto del cuerpo, sobre todo de la espalda, se deja generalmente a las mujeres que muestran en esto una destreza y una comprensión artística extraordinaria” (Koch-Gumber, 1982:50) (Figuras 41 y 42).
Otro resto de material que ha permanecido en el tiempo, y que pone de manifiesto prácticas de pintura corporal, son las llamadas “pintaderas” de arcilla. Se trata de sellos planos o cilíndricos; estos últimos, al girar sobre un eje de madera o hueso, multiplican grecas de motivos geométricos o figurativos en los que aparecen generalmente, volutas, espirales, triángulos, líneas ondulantes, etc., así como temas de inspiración zoomorfa y fitomorfa. Las formas rítmicas, muy elaboradas, dejan ver en positivo, sobre la piel, los trazados realizados en negativo sobre la arcilla. En este juego de vacíos y planos, se reproduce una extraordinaria gama de diseños, cuya interpretación simbólica escapa por el momento al dato arqueológico.
Las pintaderas y sellos grabados y tallados en madera, son muy usados en la actualidad entre las comunidades panare y piaroa del Estado Bolívar. Estos sellos parecen estar asociados a una fiesta ceremonial que da entrada al verano y que coincide con los ritos de iniciación.
De la iconografía de los signos panare, ha dicho M. Von Dangel: “las más frecuentes representaciones son las de la boa anaconda de nombre “amana”. Animal ambivalente porque puede vivir en dos medios distintos, o sea, en el agua o en la tierra, significan la clave de entre mundos. Su representación es primero la escama de la piel del animal, que es también la puerta que separa estos dos mundos. Es el sitio donde nace el arco iris y se refiere por lo tanto al brillo de la piel de la serpiente recién anudada” (Von Dangel, 1984) (Figura 43).
Sin embargo, los panare parecen encontrar una nueva iconografía la cual incorpora a sus signos la representación de hombres crucificados, vehículos de motor, maletas, etc.
No queremos finalizar este punto sin hacer referencia a lo planteado por Levi-Strauss respecto a las “representaciones desdobladas”. Este autor desarrolla un análisis estructural de las formas visuales de la pintura facial, a partir de la comparación de esta práctica entre culturas, geográfica e históricamente diferentes, tales como los indios de la costa Noreste de América, China arcaica, los maoríes de Nueva Zelanda, los “primitivos” siberianos y los caduceo de Brasil.
De este estudio comparativo, concluye que el desdoblamiento de la representación está vinculado a la organización social, “este arte decorativo sirve para traducir y afirmar los grados de jerarquía “según lo cual la pintura facial posee una función heráldica. “Las pinturas del rostro confieren en primer lugar al individuo su dignidad de ser humano”, efectuando la promoción del ser humano desde la condición animal a la de “civilizado”.
Según el autor, la función social de la decoración facial se une a la de la máscara, la cual “borra la personalidad individual tras la social”. Para él, la máscara no es aquello que representa sino aquello que transforma, es decir, que la máscara elige no representar.
Ahora bien, si entendemos que la cultura es “un conjunto de formas fenoménicas singulares” (Bate, 1978), mal podemos utilizar el método comparativo, para analizar el contenido cultural que las máscaras expresan en sociedades diferentes; el afirmar que las máscaras tienen una función social, no implica que ellas tengan la misma función en todas las sociedades con máscaras, cuyo grado de significación varía de acuerdo al complejo entramado de relaciones sociales y al momento histórico. De igual manera, pienso respecto al simbolismo de las máscaras, cuyo campo expresivo y simbólico es sumamente variable; en tal sentido, el llamado “lenguaje de las máscaras” no es universal como se ha querido ver sino que está definido por un conjunto de símbolos de carácter cultural, que en la mayoría de los casos, rebasan la información que aportan los datos arqueológicos.
Por otra parte, Levi-Strauss ha señalado (1981), que entre las funciones sociales de la máscara está su capacidad compensadora, la cual actúa como mediación imaginaria, aportando soluciones a las contradicciones de la sociedad; es decir, que la máscara dibuja una “metáfora” de la forma utópica de la sociedad en la que nace. En tal sentido, asigna a la gráfica caduveo el papel de “un fantasma de la sociedad que busca el medio de expresar simbólicamente las instituciones que podría tener, si sus intereses y supersticiones no se lo impidiesen”. No dudamos del efecto catártico y compensatorio de las manifestaciones estéticas en general y de la pintura facial y la máscara en particular, sin embargo, nos resulta difícil aceptar que las estructuras sociales de los caduveo se mimeticen en la pintura facial de manera tal, que unas sean equivalentes a las otras; de ser esto posible, de funcionar ello como “ley universal”, podríamos equiparar los elementos esenciales de la sociedad con los fenómenos estéticos, los cuales se caracterizan, principalmente, por su diferencialidad y singularidad.
Por otra parte, las manifestaciones estéticas son formas específicas de praxis humanas que mantienen relaciones dialécticas con la estructura social, pero que poseen –respecto a ella- una autonomía relativa. Si la pintura facial y la máscara, por extensión, son el reflejo de la estructura social de los caduveo, hay que tener presente que el reflejo estético, como señalamos, no es un reflejo simple, sino que tiende a la representación de una realidad nueva, aunque haya sido creado para reproducir otra realidad ya existente.
LA MAGIA, LA MUERTE , LA MÁSCARA
Después que haya muerto
mi calavera
será vuestra vasija;
los huesos de mis piernas
serán vuestro instrumento
de viento; mis costillas
vuestra palizada para pescar;
mis orejas, vuestro aventador;
y mis ojos vuestro espejo.
Literatura Warao
El deseo de inmortalidad, presente en los mitos y ritos referidos a la muerte, debió objetivarse también en la confección de ofrendas funerarias, evidenciando la creencia de que luego de la muerte un alma se separa del cuerpo. Ello me ha llevado a relacionar las máscaras funerarias de las comunidades antiguas del Valle de Quibor, en tanto que objetos mágicos, con ese deseo de inmortalidad, el cual pudo actuar a partir de la representación de un “alter ego”, como imagen humana que debía trascender, de acuerdo con los principios de la magia mimética y contaminante, en la que “lo semejante produce lo semejante”.
La magia nos pone en presencia de dos mundos, uno real y otro imaginario; a uno pertenece lo fenoménico visible, a otro, lo espiritual invisible; a uno, un cuerpo mortal, a otro, un alma inmortal.
“A cada uno de nosotros está unida un alma.
Ella es como un pedazo pequeño de algodón blanco,
Como el humo que nadie puede ver”.
Mitología Goajira
Tanto las evidencias arqueológicas como los estudios etnográficos, han demostrado que los hombres no abandonan a sus muertos, al menos no los abandonan sin prácticas rituales. Estas prácticas, penetran la finitud de la vida que debe trascender y alcanzar la inmortalidad, que –como Frazer la define- es un período indefinido aunque no necesariamente eterno. (Frazer, 1980).
“El alma está como prisionera,
allí donde se encuentra el sueño.
Es ahí entonces que el espíritu del shamán
puede encontrarla y devolvérsela al enfermo.
Pero si no la encuentra, si está escondida
si ella ha entrado en algún lugar,
el goajiro muere.
Su alma ha atravesado el camino,
el camino de los indios muertos;
spuna wayuu ouktusu, la Vía Láctea.”
Mitología Goajira
Tanto Moran (1974), como otros autores (Luis Thomas, 1983; Baudrillard, 1980), han estudiado la muerte desde un punto de vista simbólico y antropológico y han señalado que el hombre niega y al tiempo reconoce la muerte; la niega en tanto que paso a la nada y la reconoce, como un acontecimiento inevitable, de manera que las “sociedades arcaicas”, impresionadas por la contagiosidad de la muerte, concibieron en el plano imaginario una multiplicidad de mitos y ritos que favorecen el pasaje de los muertos al mundo de los espíritus. Estas formas imaginarias dan respuesta a interrogantes que el límite de conocimientos no alcanza a responder.
“El alma se dirige hacia el mar,
para entrar en la casa donde se encuentran ya las hermanas,
las madres, los tíos maternos, los hermanos.
Las almas de los muertos vuelan a la tierra
a través de los sueños, a veces se pueden ver sus sombras,
la sombra de los muertos sobre la tierra.
-las ultimas palabras del moribundo son:
Yo me voy ahora, voy a morir,
me voy para no regresar nunca….
El alma ha partido para no regresar más.
Ella habrá tomado su montura,
habrá tomado sus pertenencias, sus hamacas…
Ella se habrá ido a sus tierras,
allá a Jepira, por la Vía Láctea ,
el camino de los indios muertos,
allá se encuentran sus casas…”
Mitología Goajira
El mundo de los indios muertos es una metáfora de la vida, es un viaje, un sueño que da entrada al lugar de los antepasados. La idea de la muerte definitiva se transforma en una muerte-nacimiento, como una unidad dialéctica indisoluble de causa-efecto. La energía vital no desaparece, sino que se somete a un constante proceso de transformaciones. De allí que los desaparecidos vivan, en el más allá, una vida que se prolonga en la muerte como una imagen y que necesita de un conjunto de objetos materiales, un ajuar, que la acompañe.
Ahora bien, la magia activa un comportamiento que permite que ocurran cosas conforme al deseo y al pensamiento; sin embargo, tanto en el pensamiento como en el deseo que guía la mano a crear objetos mágicos, operan no sólo impulsos del imaginario sino también necesidades materiales que el hombre debe resolver. Si un grupo social no cuenta con un control de la naturaleza, es necesario entonces que una apropiación imaginaria del mundo sustituya la carencia de técnicas; es por esta razón, que la autonomía del mundo imaginario es relativa y que las relaciones entre magia y técnica son muy estrechas, en sociedades con poco desarrollo de las fuerzas productivas.
Al parecer, la representación imaginaria de la muerte es inseparable de las prácticas imaginarias que actúan sobre la muerte; estas prácticas mágicas son singulares a cada grupo social y dependen de sus sistemas de valores y creencias, los cuales se manifiestan en mitos que justifican y explican la muerte, tipos de ritos, formas de tumbas e inhumación, cantos, bailes y lamentos fúnebres, vestiduras, comidas funerarias, adornos, ofrendas, máscaras, etc., en fin, la “atmósfera” del funeral cambia según la cultura y la época. De allí estriba la dificultad de hacer generalizaciones. Veamos, por ejemplo, la descripción que hace Lizot (1978) de las prácticas funerarias de los grupos societarios yanomami, quienes al igual que otras comunidades contemporáneas, creman a sus muertos:
“Un clamor creciente inunda la vivienda, los gritos, los llantos y lamentos multiplican el tumulto. Todo el mundo rodea al muerto. Ebrewe y Kaomawe desatan el chinchorro en el cual reposa el muerto, lo levantan por sus extremidades y lo conducen hasta la hoguera. Las llamas envuelven inmediatamente el cuerpo y el chinchorro toma fuego. Todo el mundo se ha apartado, porque el humo está lleno de malignos demonios de la enfermedad, los shawara, que salen con él, liberados por la cremación. Kaomawe ha destruido el penacho de las flechas que pertenecían al muerto, ha roto sus astas, ha quebrado su arco y ha arrojado todo el fuego devorador.
--Aquí están, hijo las posesiones de tu cuñado.
Mabroma envuelve los bienes de su yerno en un pedazo de trapo viejo y los oculta en un pequeño cesto, sus ojos y sus mejillas están mojados de lagrimas; su voz empañada de una infinita tristeza. Baiwe ha traído de la selva un trozo descortezado del árbol kanaye, ahuecado servirá de mortero en el cual serán machacados los huesos calcinados del difunto. Cuando el mortero esté preparado, su cara exterior será teñida con onoto y a sus extremidades se pegará una banda de pulmones blancos, luego se macharán los huesos en el mortero, tratando de conseguir un polvo completamente fino que se vierte en calabazas enrojecidas con onoto y cerradas herméticamente con cera de abejas. A partir de ese momento, Hitisiwe –el muerto—pertenece al pasado, debe ser completamente olvidado. Su nombre no debe ser mencionado bajo ningún pretexto. El polvo de los huesos desaparecerá en ocasión de la ceremonia fúnebre de ingestión de las cenizas…”
Si bien la muerte es un “acontecimiento universal e irrecusable”, la “atmósfera” funeraria no pertenece solamente al mundo imaginario, a la magia y al rito, sino que en ella operan también factores reales que el análisis estético no está eximido de indagar y que sólo pueden entenderse en el contexto socio-cultural e histórico en donde el culto a los muertos se expresa, porque cada cultura desarrolla formas particulares de honrar a sus muertos.
En tal sentido, tanto el sistema de creencias referidas a la muerte, como las ofrendas funerarias –en tanto que manifestaciones estéticas- forman parte de la totalidad social cuya esencia es fundamentalmente histórica; pero tanto lo mágico-religioso como lo estético, poseen formas específicas de ser, dentro de la historia a la cual se integran, de manera tal que, siendo el producto de la praxis de seres históricos y sociales, estos fenómenos son en consecuencia igualmente históricos y sociales.
Al comprender la realidad como un todo concreto, nos encontramos con que los fenómenos estéticos poseen una forma específica de estar dentro de esta totalidad, la cual es irreductible a otras prácticas sociales, como por ejemplo, la magia, la religión, la política, etc.
En al sentido estoy de acuerdo con lo planteado por algunos “estetas” marxistas, quienes consideran que lo estético pone de manifiesto una naturaleza creadora específica, un tratamiento peculiar de la materia, así como formas peculiares de la relación producción-consumo-distribución, al tiempo que, en lo estético, se evidencian cualidades formales particulares de los objetos producidos y relaciones específicas con otras esferas del comportamiento humano.
Para concluir, creo que reducir el estudio estético de las ofrendas funerarias del Valle de Quibor, sean éstas máscaras, vasijas, figurinas, pectorales, collares, etc., a sus cualidades puramente formales, separándolas de su contexto histórico-social, equivale a asignarles la esterilidad de los objetos que frecuentemente encontramos en las vitrinas de los museos de arqueología, dichos objetos, parecen cerrarse herméticamente en si mismos. Tampoco creo posible que el investigador interesado en el estudio de los fenómenos estéticos pueda suprimir el conocimiento del sustrato histórico y social en sus interpretaciones, por lo tanto, es indispensable y fructífera la información que aporta la Arqueología social en la formulación de una posible estética social prehispánica en Venezuela.
Nota: Las citas sobre mitología goajira fueron tomadas de la obra de Perrin, 1980
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